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Por Habaneciendo.com
De la muerte de Stalin hay varias historias. Al día de hoy, muy pocas verificables. Una lo sitúa disfrutando una velada con sus camaradas y generales. Otra, engarzado en una agria discusión con miembros del politburó. Cualquiera que haya sido el preámbulo, al día siguiente lo encontraron en el piso de su habitación, boca abajo y sin poder hablar Millones de hombres y mujeres habían deseado ese momento, y no vivieron para verlo. Cuentan que Lavrenti Beria lo insultaba cuando caída inconsciente debido al accidente cerebrovascular; pero cuando Stalin abría lo ojos, era quien más lo lisonjeaba.
Del mismo modo, tal vez esté sucediendo en Corea del Norte al escribir estas líneas. Filtraciones del diámetro de un grano de mostaza dan cuenta de que el dictador, nieto y emulador de dictadores, se repone de una operación cardiovascular. Mientras unos lo dan por muerto, otros lo ponen en terapia intensiva, y no pocos caminando otra vez sobre la mística colina de Mangyongdae.
No sería desatinado pensar que el Líder Máximo y depositario de la Idea Juche pudiera aparecer en cualquier momento, rumbeando el baile de las espadas. En caso contrario, ya tiene sustituto: todos miran hacia la hermana, una suerte de Agripina mezclada con Catalina de Medici. En estos regímenes socialfeudales, no se pregunta a quien elegirá el Pueblo sino sobre quien el fallecido puso el dedo antes de pasar a otra dimensión de la existencia.
Los dictadores suelen hacer trucos funerarios. Se esconden. Les gusta jugar con la gente y sus deseos. Se hacen los muertos para saber el odio que les tienen. Para detectar traidores en su entorno, una vieja treta romana. Nadie resulta tan peligroso para ellos como quien se sienta a su mesa. Al reaparecer en escena, los tiranos aumentan el mito de la inmortalidad y la invulnerabilidad, partes sustanciales de su relato originario: son semidioses irrepetibles. No se mueren ni se enferman. Y, además, no se equivocan. Sin ellos no hay país, no hay pueblo.
El Difunto cubano cansaba tanto con su muerte que cuando su hermano lo anunció en televisión a casi nadie importaba. Tantas veces había muerto en el corazón de los cubanos, que nadie se acordaba de él, y quienes más lo odiaban apenas se alegraron. Extenuados estaban de celebrar su fallecimiento por cinco décadas. Habían gastado en champanes y convites una fortuna.
Tuvo la calle 8 de Miami que llenarse de jóvenes que nunca lo vieron morir y revivir tantas veces para que el jolgorio llegase hasta la Isla. Muchos han lamentado que muriera sin pedir disculpas. Para no absorberlo. Para condenarlo a cumplir los 26 años que debía por el ataque suicida a un cuartel militar en plenos carnavales y vestido de soldado. La “justicia” biológica demoró diez largos años en llegar.
Del mismo modo, Hugo Chávez se fue de pronto, casi sin que nadie se diera cuenta ni por qué. Desaparecía y estaba en Cuba, tratándose. Pero al otro día, en Caracas, expropiando funerarias. Nunca se sabrá con certeza a qué hora murió ni cómo. A no ser que uno de sus familiares decida romper el código de silencio. La enfermedad y la muerte de los tiranos son asuntos de Estado. De otra manera, la sucesión dictatorial no sería satisfactoria. No puede haber una línea discontinua entre un dictador y otro. Se rompería la delgada línea de la autocracia referencial.
En Cuba se está dando, sin embargo, un fenómeno singular: la dictadura quiere jugar a la democracia. Quienes pusieron sus esperanzas en la muerte del General expresidente lo ven sentado, tapaboca en cara, supuestamente dando instrucciones desde la altura de sus casi noventa años. Es el poder real. No está muerto. Ni enfermo. Y si lo está, tiene muy buen semblante. Como no es un dictador primigenio, sino de vocación tardía, digamos por vueltas que da la vida, hace años escogió sustituto. Pero ya nadie cree en la solución biológica. En los tiempos de coronavirus, a cualquiera le toca.
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