Las siete gavetas
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Foto Unplash
Por Francisco Almagro Domínguez
En una sesión de grupo se habla de convivencia. Cada persona cuenta lo que para ella era “vivir con…”. La construcción de una “realidad” a través de un grupo es increíblemente aleccionadora. Historias que parecían inconexas se van uniendo en un invisible entronque de afluencias imprevistas. Cada experiencia de compartir un espacio y un tiempo con otros es, en sí mismo, una red de aprendizaje de la que es imposible abstraerse.
La mejor intervención vino de alguien ajeno a todo conocimiento social o psicológico. Dijo que la convivencia era el escaparate de siete gavetas que conoció de niño. Siete hermanos varones –no para siete novias, como el musical de Stanley Donen- compartiendo una casa pequeña, pobre. El padre tuvo la astucia de quien no tiene dinero. Asignó una gaveta del escaparate a cada uno. Dada la escasez en que vivían debían cuidar las ropas y pertenencias en la gaveta asignada. La regla era sencilla: no se toca la gaveta del otro hermano. Si había necesidad de usar lo ajeno, se pedía primero. Nunca tomar nada sin permiso.
Esta pequeña lección de sabiduría hecha por un sencillo músico de ocasión encierra por lo menos tres importantes enseñanzas. La primera es que la escasez de recursos materiales no significa pobreza de soluciones y de espíritu. Allí donde la ausencia de riqueza es tangible, surge la creatividad como necesidad, antídoto a toda desesperanza. Japón, un grupo de islas volcánicas y de dura geografía, es el mejor ejemplo de como el ingenio vence la adversidad.
La segunda lección del padre de siete hijos varones tiene que ver con los límites. Una casa, una ciudad, un país sin límites, se extingue bajo su misma anarquía. Alguien debe poner los límites, que deben ser flexibles, franqueables bajo ciertas condiciones. Pero cada gaveta es un mundo aparte. Un reducido espacio de privacidad sin importar cuan pequeño sea el cajón de madera. El padre hacia dúctil la regla al decir que bajo el permiso del otro, podía abrirse la gaveta ajena. Si impidiera el permiso, la regla rígida provocaría distanciamientos irrevocables. Una gaveta para todos es sinónimo de confusión y confrontación a mediano plazo.
El tercer precepto tiene que ver con la libertad. Cada muchacho es dueño de una gaveta. Libre de disponer de ella bajo su completa responsabilidad. Todo lo que suceda en esa cuadratura de palo tendrá consecuencias para el dueño. De ese modo las gavetas son analogías de libertad en cuanto a que las cosas, para que sean, deben tener dueños, garantes. La propiedad de las cosas, como explica la zorra al Principito, es la que las hace únicas. Un glotón pudiera guardar dulces; las cucarachas y otros insectos acabaran con la ropa. La muda interior guardada con sudor y sin lavar llena la gaveta de hedores y malas vibras. La libertad, nos dicen las siete gavetas, tiene también sus límites: donde termina la gaveta de uno comienza la de otro.
La analogía del cajoncillo nos lleva a los conceptos, a veces no comprendidos en toda su dimensión, de privacidad-individualidad, y homogeneidad-promiscuidad. Los grupos homogéneos como la soldadesca rasa –no la oficialidad- y los súbditos de regímenes totalitarios han perdido la libertad porque han entregado a otro su privacidad. Al borrarse los límites entre individuos, se pierde el ser humano como objeto único, irrepetible, creado para pensar y obrar por cuenta propia. Nada más apetitoso para un tirano que ver como la “masa” acepta que decidan por ella– ¡Fulano de tal, Ordene! La promiscuidad del pensamiento y las emociones es la clave del dictador hogareño y geográfico para el control total. “La persona que pierde su intimidad lo pierde todo. Y la persona que se priva de ella voluntariamente, es un monstruo”, escribió el novelista checo Milan Kundera.
Pero el dilema del exceso de individualidad es también complicado. Es muy particular en los anglosajones, y llevado al extremo en cierta idiosincrasia norteamericana. La individualidad excesiva pone límites inflexibles e inamovibles. Vivimos al lado de un vecino por 30 años y nos enteramos de su existencia cuando llega la ambulancia o el carro fúnebre a recoger el cadáver. Lo positivo de cierta dosis de individualidad está en ser “la gran talladora del espíritu”, según García Lorca.
Es difícil ser feliz en una casa o un país donde hay una sola gaveta para todos: no hay libertad pues no existe responsabilidad con decisiones tan simples como disponer de un cajón de madera propio. Es complicado vivir en un hogar o un país donde las gavetas de otros no pueden hurgarse ni en caso de necesidad, de urgencias. El ser humano se torna egoísta, injusto, fríamente calculador.
¿Será posible aprender la lección de quien tanto ensenó a sus hijos con un sencillo escaparate de siete gavetas?
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