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Cuba: la alquimia revolucionaria


El alquimista, de Pietro Longhi (Tomado de Wikipedia)


Por Francisco Almagro Domínguez


Los alquimistas eran unos tipos renacentistas que sabían de todo un poco, y salvo excepciones, esos proto-cientificos aportaron poco a la Humanidad. Enredados en sus saberes y filosofías inconexas, de sus talleres casi misteriosos, alejados del ojo público, intentaron convertir el plomo en oro. Quizás de ahí surgieron las primeras intoxicaciones por plomo, llamado Saturnismo, y las enfermedades mentales asociadas a sus vapores.

Los alquimistas buscaban el “quinto elemento”, una materia que no eran los conocidos tierra, aire, fuego y agua. Suponían que esa sería la llave maestra que diera acceso al conocimiento universal. De los laboratorios de alquimia también salían pócimas y venenos, lo cual les dio no muy buena reputación de hechiceros y charlatanes.

Los totalitarismos tienen sus alquimistas y alquimias. Para venderse como sociedades perfectas, milenaristas, necesitan encontrar el quinto elemento que los haga eternos. Sabemos, por ejemplo, que el leninismo y el nazismo trabajaron intensamente en descubrir los misterios del universo. Sociedades con numerosos y competentes científicos, lograron avances técnicos que no convirtieron nada en oro, sino en cenizas, aunque algunos de esos inventos sirvieron para propósitos más loables.

El comunismo cubano no está alejado de tener alquimias y alquimistas. Es su necesidad de trascender, de auto-confirmación, de sobrevivencia. Eso no invalida el hecho cierto de que la Isla, desde los tiempos de Tomas Romay, el padre Varela y Carlos Juan Finlay, “pare” excelentes investigadores, filósofos, científicos serios de renombre mundial.

El problema es cuando la ciencia, noble y desinteresada de aplausos como debería ser, es usada con fines políticos. Es algo que se hace con frecuencia, y en sociedades llamadas democráticas. Solo que en ellas existe una prensa libre que desenmascara los verdaderos fines de los “logros científicos”. Cuando no hay mecanismos de saneamiento social, de depuración ética, función primera y última del periodismo, crecen alquimias y alquimistas que más que risa dan horror.

Quien fue escogido para presidente por el Partido Comunista ha dicho recientemente que el Palacio de la Revolución es ahora el Palacio de la Ciencias. No es nada original. La idea de convertir a Cuba en una “país de hombres de ciencia” pertenece al difunto comandante. Colarlos en el muy privilegiado palacio es solo una palmadita en el hombro. Es olvidar que antes otros huéspedes estuvieron allí: los genios del cruce de reses, los de las cortinas rompe vientos y el pastoreo intensivo, la zeolita el mineral del siglo, la moringa proveedora de carne, leche y huevos, y la última quinta esencia no menos importante, el limón base de todas las cosas.

Personalmente recuerdo como en medio de la crisis económica de los noventa el exlíder se aprovechó de algunos nobles médicos e investigadores para, en medio del hambre, la avitaminosis y la bicicleta china, propagar que la Isla era una potencia médica e investigativa. En ese berenjenal propagandístico se enredaron el profesor Orfilio Peláez y los doctores Miyares Cao, y la ahora opositora Hilda Molina.

Fue algo muy triste porque en el caso del Profesor Peláez, hombre noble y humano como no había muchos, creyó ser un casi seguro candidato al Premio Nobel. Su técnica quirúrgica aliviaba pero no curaba todas las retinosis pigmentaria, y muy pronto vinieron las quejas y las demandas. Lo mismo sucedió con el esforzado doctor Miyares Cao, a quien sus compañeros de curso consideraban un sencillo y laborioso profesional. Si la Melagenina hubiera sido “oro” para combatir la calvicie y el vitíligo, hoy no hubiera miles de millonarios calvos y despigmentados en este mundo.

Es curioso como el Canelismo, fase inferior y última del castrismo, donde no queda nada más que inventar pues los vapores de plomo han acabado con el poco cerebro que quedaba, hay un regreso a la “ciencia alquímica”: las vacas dan leche sin forraje, los sembradíos crecen con estiércol, el marabú produce boniatos, los bueyes aran mejor que los tractores y el peso cubano, ordenamiento por decreto oficioso, se empareja al dólar. La certeza de que estamos al final del castrismo es, entre otras cosas, la neo-alquimia que no es otra cosa que el reciclaje de fórmulas esotéricas, vaporosas, que producen delirios de grandeza insostenible.

La alquimia comenzó a desaparecer cuando emergió la verdadera ciencia, basada en realidades, en la comprobación práctica. Los historiadores sitúan el final de la charlatanería alquimista en el momento que el hambre y la peste azotaron Europa, e hicieron que los que vivían del cuento del plomo trasformado en oro tuvieran que salvarse de la hoguera purificadora.

Nadie sabe cuándo ni cómo se agota la paciencia de quienes esperan por mágicas soluciones. Nadie tiene la certeza de en qué instante termina el engaño de buscar la piedra filosofal, de seguir a Melquiades que enloquecen a José Arcadios con la magia del hielo y la conversión del plomo en pescaditos de oro. Lo advierte Paolo Coelho en El Alquimista: “Tenemos que estar siempre preparados para las sorpresas del tiempo”.





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