Por Francisco Almagro Domínguez
Foto Many Roik Unplash
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Para mis colegas, en su día.
Uno de los actores sociales priorizados por la Involución fue, sin duda, la salud pública. Era un reclamo que venía desde los primeros días de la Republica, por ser un elemento sensible, e incluso estar refrendado en la Enmienda Platt: Cuba podía ser intervenida militarmente por Estados Unidos si se producía una epidemia.
Afortunadamente, pocos años antes investigadores norteamericanos habían oído la teoría finlaista del agente trasmisor de la Fiebre Amarilla, y comprobándola en los terrenos que hoy ocupa el Municipio Marianao, acabaron con una enfermedad letal solo con sanear el ambiente.
Aquí comienza la primera narrativa de falsedades y ocultamientos sobre la historia de la medicina cubana, para hacer del imperialismo yanqui el padre de todos los males cubanos. Se han escrito decenas de libros en la Isla para ese propósito: Walter Reed, el epidemiólogo del ejército norteamericano es el malo de la historia; Finlay, el bueno, el cubano –por nacimiento-, el héroe. La genialidad de Carlos Juan Finlay nunca debe ser cuestionada, pues siendo oftalmólogo nada estaba más alejado de su oficio que una enfermedad infecto-contagiosa.
De Walter Reed en Cuba aún no se han publicado sus credenciales en la Isla. Aparece en los libros comunistas como un pirata de la ciencia. Walter Reed llegó a ser el jefe de una de las investigaciones más importantes en la historia médica norteamericana, que no son pocas. Hubo sombras y luces, y oportunismo, y también heroísmo –murieron médicos y enfermeras, norteamericanos, durante la comprobación de la teoría. Pero negar que sin Reed tal vez Finlay hubiera esperando otros 20 años para demostrar su teoría. O que la bondad de Finlay al entregar su original idea estaba divorciada de su acendrado catolicismo, su entraña humanista, es cuando menos, una cruel falacia.
La historiografía médica castrista no dice que en el primer cuarto de siglo XX Cuba llegó a ser el primer país de América en eliminar varias plagas, y una sanidad comparable, entonces, con el primer mundo. Que hubo verdaderas lumbreras en casi todas las ramas clínicas, algunas de renombre universal. Que en menos de medio siglo se formaron en la Isla y fuera de ella cientos de profesionales de muy alta calificación. Que si bien la mayoría ejercía en las capitales provinciales y grandes pueblos, era algo común en casi todos los países pues la medicina comunitaria y profiláctica como concepto no existía.
No se mencionan nunca los profesores que se fueron de Cuba, como sucede con los artistas e intelectuales por igual motivo. No se habla de funcionarios públicos, incluso un presidente médico, eminente fisiólogo, Ramón Grau San Martin. Tal parecería que la Involución trajo a Cuba la verdadera medicina, y que antes de ese fatídico 1959 no existía nada, cero. O peor: todo era malo. La mortalidad infantil, el parasitismo y la insalubridad rampante. Quien se tome el trabajo de revisar las estadísticas conocerá que los niveles de vacunación, mortalidad infantil, y otros indicadores de salud comparados con el resto de América Latina estaban entre los mejores de la época. Hay que poner todo lo anterior muy malo para que el desastre tenga algo bueno.
Desde los primeros días estuvo claro para la nomenclatura y el Difunto en Jefe que era imprescindible dar un golpe de efecto político con la salud y la educación. Fue una ofensiva en dos dimensiones: la práctica de graduar miles de médicos y destinarlos a regiones lejanas, algo encomiable, y hacer de eso propaganda pertinaz. La Isla se convertiría en un faro de esperanza y bienestar para los pobres de la Tierra. Como ha sucedido con todas las campañas del régimen, no escatimaron recursos. De esa época temprana son las llamadas misiones que cumple un doble objetivo, como cualquier misión cristiana: llevar la salud y la educación tan lejos como sea posible, y con ello la ideología: la espada acompañada de las Escrituras.
En Cuba nadie sabe con certeza cuánto dinero se obtienen con las llamadas misiones internacionalistas. Solo se habla de heroísmo y humanidad. Para un médico o enfermera cubana hoy la única opción posible para mejorar su diario vivir en irse a un país lejano, poniendo en riesgo su vida y la estabilidad familiar. La prensa alaba semejantes acciones como si esos servicios no significaran casi la tercera parte de los ingresos del régimen.
Un lugar importante en la historiografía chueca del castrismo fue el llamado Médico de Familia. En sus típicos arranques megalómanos, el Difunto en Jefe ordenó crear consultorios médicos a lo largo de la geografía insular para dar atención a más de cien familias por zona de residencia. Aun hoy se desconoce la magnitud, los costos de semejante estupidez, pues aquello fue crear la necesidad, y no atender la real búsqueda de ayuda médica. Consecuencias: muchos enfermos-sanos, muchos certificados médicos para no trabajar, mucho trapicheo entre los de la casita del médico y la gente del barrio.
Si, a los médicos y personal sanitario cubanos hay que hacerle monumentos por una razón obvia: han sido uno de los sectores más machucados y usados por el régimen a su antojo. Nunca pagaron las guardias médicas. Los médicos cubanos no pueden salir del país si no es con una autorización oficial. Si deciden no regresar purgan una condena de 8 años para volver a ver a su familia. Los médicos no se los “roba” nadie. Ellos se van porque es indigno vivir así. Con ellos han usado el chantaje –te pagamos la carrera- y la necesidad. El régimen se erige propietario de sus vidas y sus almas. El exilio está repleto de valiosos profesionales que, a pesar de todo y contra todo, sienten el deber primero de ayudar a los demás y al mismo tiempo vivir en libertad.
Viene a capitulo parafrasear a Fayad Jamís: “con tantos palos que te ha dado el régimen, y todavía insistes en curar enfermos”.
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