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El Dictador y la Plaga


Por Francisco Almagro Domínguez.

Ser tirano no es ser, sino dejar de ser, y hacer que dejen de ser todos.

Las novelas de ficción, y algunas que no lo son tanto, suelen ser más didácticas sobre la historia, por entretenidas, que un ladrilloso texto académico. Quizás en la novela no está toda la verdad, o una parte ínfima de ella. Pero la literatura motiva la imaginación. Puede ser el primer paso para ir a otro nivel de conocimiento. De esa manera, conocer el París obscuro del siglo XIX por Víctor Hugo es casi tan preciso como un libro del irreverente Jules Michelet; viajar por los mundos submarinos nunca será tan placentero como hacerlo en el Nautilus de Julio Verne; y pocos libros sobre historia norteamericana recogen la psicología de la llamada américa profunda como Mark Twain y William Faulkner. Pero aun colocados en una dimensión fantasiosa, mágica, una parte de la historia de Latinoamérica esta personificada en un pueblo llamado Macondo y sus habitantes.

A los autócratas se le han dedicado tantas novelas que ya es un género por derecho propio: novelas de dictadores. En América Latina hemos tenido regímenes tan despóticos, autoritarios y ridículamente represivos que la realidad ha superado la ficción. Bastaría citar Yo, el supremo de Augusto Roa Bastos, El otoño del Patriarca de Gabriel García Márquez, y El recurso del método, Alejo Carpentier. Otra novela, más apegada a la historia real es La fiesta del Chivo, de Mario Vargas Llosa. Salvo esta última, los escritores han recreado la personalidad del tirano con increíble claridad en sus textos de ficción.

Podría decirse que la mayoría han sido individuos por los cuales, en su época juvenil, nadie hubiera dado un centavo porque fueran tristemente famosos en su adultez. Algunos eran físicamente comunes, vulgares: voz chillona, imberbes, pequeños o demasiado altos. A otros la sociedad los había rechazado por pendencieros, vehementes, no empáticos, fríos y calculadores. Los hubo que quisieron ser artistas, escritores. Pero no los aceptaron en las academias ni en las editoriales por ser incapaces de reflejar el rostro y el alma humana. ¡Cuántas vidas se hubieran salvado si profesores y mecenas hubieran protegido a esos hombres!

Esta reflexión nos lleva a pensar en qué cualidad tienen los dictadores que los hacen triunfar contra todo pronóstico. Hay por lo menos tres condiciones básicas en sus personalidades que lo explican. La primera es su tenacidad en un objetivo, a lo cual subordinan no solo el propio bienestar, sino el de otros, incluyendo su propia sangre. Para el futuro dictador no hay padre, hijo o hermano que lo detenga. Y paradójicamente, cuando se hace con el poder, aquellos parientes que lo han prohijado más por miedo que por respeto, forman parte de su círculo íntimo.

La segunda característica es la inteligencia social, si cabe el término, para disfrazar esos objetivos, y engañar a quienes después serán sus aduladores o víctimas –para ellos no existe el medio. El uso de la mentira y el discurso enervante, alcanza en el prototipo dictatorial la máxima expresión. El dictador sabe leer el alma de los humanos, de lo que carecen los demás, y lo que desean. Discursos y escritos encajan perfectamente en las aspiraciones de la mayoría. Eso le da cierta autenticidad falsa, una doble o triple cara que esconde un míster Hide imposible de adivinar.

Los dictadores cabrían muy bien en la categoría de psicópatas, lo cual revela una tercera cualidad común: su frialdad afectiva individual contrasta con su simpatía social. A pesar de que algunos en la camaradería de sus palacetes y orgias son simpáticos, quieren oír los chistes y los chismes que de ellos hay en la calle, siempre tienen encendido el suspicaz para detectar a tiempo el chistoso que puede ser un futuro traidor. Son capaces de hipnotizar a la masa durante horas, a la misma vez, autorizar el fusilamiento de inocentes el mismo día. Para ellos la vida humana es solo un accidente, un elemento prescindible. Esa característica nos hace pensar, como a los antiguos clínicos, que el dictador padece lo que llamaron “locura moral”: una suerte de delirio donde el autócrata es un Elegido, y su función en la tierra es salvar a la masa, decidir sobre la vida y la muerte de sus congéneres.

Nunca un tirano brilla más en su dictum como cuando hay un desastre. Es su momento de gloria. También puede ser el principio de su caída. Todas esas cualidades de dictador descritas con anterioridad se expresan de manera evidente en la hora de enfrentar una situación de catástrofe. El dictador se convierte en el Padre, y el Pueblo, en los hijos a proteger. Como la búsqueda de la seguridad es uno de los instintos primarios hasta en las bestias, el dictador personifica, encarna ese espíritu de paternidad bienhechora. Se le verá sin dormir y sin comer, bajo la lluvia y el viento del huracán, inhalando los humos del volcán, los polvos del terremoto. Su ser resumirá la certeza de vencer la adversidad y dar esperanzas en una rápida recuperación.

Hasta este punto parecería que casi todos los políticos obran del mismo modo. La diferencia entre un liderazgo autoritario, tiránico, con uno democrático es que este último, para desgracia de los desmemoriados, tarda en dar una respuesta eficaz, precisa. Mientras el autócrata sea capaz de controlar disidencias –suele ser mínima-, la masa tenderá a cerrar filas a su lado. Es una de las explicaciones del por qué los embargos y cercos deben ser breves, serios, precisos en sus objetivos. Un cerco a largo plazo va perdiendo efecto con el tiempo y produce resultados contrarios: el dictador se coloca un traje de victima a la medida; reclama al pueblo protegerse del sitiador; dictador y masa se funden en un objetivo común. La relación dictador-victima, pueblo-padre explica con qué ceguera los hombres son lanzados a guerras y sacrificios suicidas.

Todo comienza a cambiar cuando el dictador, tirano, autócrata, conceptos dispares pero utilizados aquí indistintamente, ya no puede cumplir ese rol de Padre Superior, y no le funciona el discurso de víctima. La plaga, que no tiene compromiso con nadie, es un punto de inflexión: o se le controla, o ella entra en control. El instinto de conservación, ese que los animales superiores guardan en la amígdala cerebral, va por camino contrario: ahora el tirano el gran culpable; hacia él gira todo el rencor y la frustración acumulada.

Los tiranos parecen advertirlo con tiempo, y se hacen construir bunkers, pasadizos bajo sus casas y oficinas, embarcaderos con lanchas rápidas, y aviones dónde los asientos tienen nombres –aunque a cada rato la lista hay que renovarla. Tienen un sexto sentido para percibir que pocos lo quieren; que le temen. El chistoso ya no lo es, ni la broma tampoco. Los aires de tempestad, las fiebres generalizadas y el hambre aconsejan quemarse, prohibir estatuas y mausoleos. Ninguna momia, ningún símbolo será vejado. Una piedra, que al moverla, despierte al vecindario adormecido tras el jolgorio.


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