30. Coger balcón
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-Tienes que irte ya. Te están esperando.
Ángeles y Armandito están sentados en el malecón de la Bahía, de espaldas a la ciudad y de frente al mar, como solían hacer los que soñaban con largarse, irse caminando sobre las aguas cual Resucitado, y alcanzar el horizonte donde los barcos desaparecen para siempre. Detrás de ellos reposa la gran ciudad, sus paredes descascaradas, el humo de los autos viejos y el tizne impregnado en las columnas; la ciudad con olor a frijoles negros y a humedad rancia, y cuatro infelices bebiendo alcoholes de alambique mientras juegan dominó bajo una farola triste.
-Es tarde, Mandy. Esa gente te va a venir a buscar.
Armandito sigue abrazado a ella. No quiere desprenderse. Dejar de sostenerla es renunciar a él mismo también. Hay algo atávico en el abrazo de la pareja. No se ciñe el otro, sino que es uno quien busca contrafuerte. Él no quiere soltar. Ni siquiera mirar hacia detrás, a los edificios apuntalados, en peligro de derrumbe. Porque miraría su propio derrumbe. Ángeles es como aquellos maderos entrecruzados, viejos y musgosos para aguantarlo en ascenso al mundo involucionario.
-Esta será tu oficina. Al lado del general Ruzlano.
-Vista a la calle, a la Plaza de la Involución.
-Así mismo. Eres muy afortunado. Eres el único que queda de tu gente…
-¿De qué gente?
El viejo edecán de Palacio fue indiscreto. Quizás atrevido. A punto de jubilarse, nada tenía que perder.
-De los que le decían talibrones. La gente de Filadelfo –dijo.
-¡Ah! La gente de Filadelfo…
Ángeles ha vivido un infierno en las últimas semanas. No quiere que se vaya. Pero se tiene que ir. Es su futuro. Ha estado prolongado la agonía, alejando el día de la boda. “Una boda de arcurnia”, se burlaba ella con una mueca agridulce. Y al día siguiente: “mejor te vas de una vez y no vengas más a dormir”. Esa misma tarde lo llamaba a la oficina. “Angy, este es el Palacio de la Involución. Tengo mucho trabajo”. “¿Solo dime si vas a pasar por casa esta noche?”. Armandito miraba para todos lados, y en baja voz decía: “Si, pero no me llames más”. No era para menos. La oficina del ayudante parecía un cuatro de desahogo. Justamente aquí Valenada y Fiel-Enroque se habían puesto la soga al cuello mientras Filadelfo moría de unas diarreas inexplicables. Valenada y el canciller del tabique nasal desviado echaban a suertes las prendas del Comandante como si ya hubiera estirado la pata, como soldados romanos ante la Cruz Filadélfica, y el condenado a punto de expirar: una gorra y una casaca guerrillera a quien ganara en el cubilete. “Tres negros al tiro”, dijo Fiel-Enroque soltando los dados. “Cuatro cundangos”, dijo Valenada en su turno. “No me digas que los negros le van a ganar a los gallegos”. “Bueno, los negros fueron los que lucharon contra los gallegos en la guerra de independencia”. “Mira, tira otra vez y deja la bobería”. Valenada echó los dados: cuatro ases. “La gorra es mía, y la guerrera también”. “Esto es un juego, tú, comemierda”. No lo era. Las cámaras de vigilancia captaron toda la escena, y muchas cosas más que por estrictas medidas de seguridad, el Ministerio del Terror jamás desclasificaría. Para el público, y los miembros del Comité Central, fue la fiesta en el Museo de la Involución y la rotura del Aguaele la causa eficiente de la carnicería talibrónica.
-Sí, la gente de Filadelfo. ¿Acaso no eras uno de ellos?
-¿Uno de ellos dice usted?
Ángeles sabe bien que por mucho que quiera, Armandito no puede permanecer a su lado. El pertenece al Partido, a la Involución, a esa piruja de Susana Oria, quien solo quiere un apellido para su hijo.
-Yo nunca seré como ellos. Yo soy yo –dijo mirando a través de los cristales como la Plaza se llenaba de agua por una lluvia pertinaz y sin sentido a esa hora de la mañana.
-Eso dicen todos los que han pasado por estas oficinas –dijo con un suspiro el edecán. Viejo y cansado, en trámites de retiro, un buen consejo al joven se lo daba gratis. -Es mucho el poder en estos sitios. La gente se confunde, se equivoca, mijo.
-Creo que me estoy equivocando, Angy.
Ángeles sigue mirando el mar. ¿Qué le puede decir a esta altura? ¿Qué no se case con la hija de un importante miembro del Partido, de la Involución? ¿Y que hacer con el general Ruzlano, ahora al mando de la Isla y padrino de la boda?
-A ellos lo que les importa es el figurao, Mandy. Ve, firma y sigue viviendo conmigo.
- ¿Y el chiquito? ¿Qué hago con el chiquito?
-Tú no dices que no es tuyo…
-Lo que digo es que no lo sé…esa mujer es una loca. Puede ser de cualquiera.
-Tienes duda, Mandy. Mira, vete ya. Te van a venir a buscar a mi casa y va a ser un escándalo del carajo. Papi no se merece eso.
Ángeles da la vuelta. Ahora mira la ciudad. Se ha apartado de Armandito. Baja del muro y camina por la acera, alejándose.
- ¿A dónde vas? -grita él.
Ángeles no contesta. Ni siquiera mira para detrás. No quiere volverse estatua de sal. El pecado debe ir donde pueda ser absuelto. El mar frente al malecón no es un buen lugar para ver morir el pez.
Toro Sentado se dejó caer debajo de la mata de mango. En toda su vida no había sudado como ahora, llevando pienso a las bestias, escardando tomates de ensalada, dándole de beber a animales que no acababan de adaptarse a la canícula insular. Y, sobre todo, estaba harto de los cuentos de Capanegra, que ahora era su mejor amigo y con quien compartía la litera. Tenían pase a casa cada tres meses, y en algún momento se preguntaron si aquello no era una condena a prisión con trabajo forzado más que un plan priorizado del Partido. Con ellos había estado Chacal. Por su buena conducta y no revelar los secretos de los pasadizos debajo de Palacio, lo movieron a las oficinas en función de contador, su profesión primera. Ninguno sabía a donde fueron a parar Pérez-Chapucero y el resto de los talibrones. Se comentaba -siempre eran chismes de pasillo, conversaciones de sobremesa- que el general Ruzlano los había ubicado según sus oficios y carreras universitarias, pero sin cargo de dirección y menos responsabilidades políticas. Fiel-Enroque podía ser visto en la Empresa de Electricidad, reciclando bombillas incandescentes -él había sido el de la idea de cambiar bombillos ahorradores de energía por bombillas gastadoras. Valenada, en cambio, regresó a la Universidad. En los sótanos de la Facultad de Derecho era el encargado de la hemeroteca y los préstamos a los estudiantes.
-Usted disculpe, pero… usted no era el secretario personal del Comandante Filadelfo?
-No, no, se equivoca. Era mi hermano.
- ¿Su hermano? ¿Y dónde está? ¿Dónde lo metieron?
- ¡Y a usted que le importa! Mi hermano está y estará donde la Involución lo necesite.
De aquellos tiempos talibrónicos el único que parecía haberse recuperado y llegado a ser socialmente útil era el ex canciller de la Rumba, Roberín Envaina. Ya no robaba discursos para musicalizarlos. El tiempo pudo curar la herida; ahora se dedicaba a hacer esculturas con laticas de cerveza vacías, botellas plásticas y cajas de cartón. Roberín era el canciller de la escultura reciclable: había vuelto a viajar al exterior, ensenándole a los ricos que los pobres podían hacer arte con los desechos. A esa iniciativa se sumó Alchor Noke, quien imprimía propaganda en varios idiomas y los colores de la bandera nacional. En la imprenta donde trabajaba como linotipista C lo dejaban solo en el horario de almuerzo; aprovechaba para tirar algunos ejemplares. El director de la imprenta era un hombre agradecido: cuando fue escolta de Machacando Aventuras, Roberín le había enseñado unos infalibles pasillos de rumba. Con esas habilidades de danza, el guardaespaldas decía haber conquistado medio mundo.
-Ven, chico, y tómate un traguito conmigo -dijo Susana Oria al escolta, un fornido chino mulato que no se movía de la puerta de su casa.
-No puedo. Tu padre me mataría -dijo el militar.
-Entonces déjame bailar un poquito contigo aquí.
- ¿Aquí? ¿Aquí afuera?
-No chico, entra. Nadie te va a ver. ¿O es que no sabes bailar?
- ¿Que no sé bailar? No jodas. Mira los pasillos que me enseñó un amigo.
El chino mulato cabrioleó sobre el césped como si estuviera en un piso de granito. Fred lo hubiera envidiado a morir. Finalmente aceptó entrar a la casa con la precaución de que Susana desconectara las cámaras y la alarma. Y estuvieron bailando durante varias semanas hasta que Susana Oria comenzó a marearse y a vomitar cuando el chino mulato le daba vueltas.
De pronto, el vigilante fue a parar a una imprenta sin haberse leído un libro en su vida. Allí volvió a pecar: dejó que Alchor Noke hiciera la propaganda de las esculturas reciclables del excanciller. La segunda no se la perdonaron, y fue enviado a un país lejano, en guerra, cerca del frente de combate. Lo habían visto bailar, por última vez, encima de un tanque de guerra que voló por los aires al pisar una mina oculta en la carretera.
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