Por Francisco Almagro Domínguez
En el film “Fresa y Chocolate” (Tomas Gutiérrez Alea-1993), el personaje de David es un joven estudiante que se relaciona con el “contrarrevolucionario” y homosexual Diego. En cierto diálogo, con franqueza, David le comunica a Miguel, quizás enlace de los estudiantes con la Seguridad del Estado, que debe “trabajar al tipo”, y convertirse en una suerte de espía de las actividades de Diego. En una escena que no tiene desperdicio, parado frente a una vidriera que refleja su imagen como un espejo, David se confronta a sí mismo: “¿y no me estaré convirtiendo en un hijo de puta?”.
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Foto: Carolina Pimenta.
Esa frase resume de manera precisa la función del delator en los regímenes totalitarios como el cubano. Generalmente se trata de individuos con baja estima y mucha necesidad de auto reafirmación.
Tales carencias en la personalidad, añadida a la falta de remordimiento, los hacen fáciles presas para los servicios de inteligencia y contrainteligencia. Dirían mis abuelos que hay que tener gandinga para ser soplón gratis.
Aunque ser espía no es privativo de las sociedades totalitarias, es en ellas donde el llamado chivato alcanza el mayor realce, diríase, estrellato. Todos los días sabemos de soplones que en sociedades democráticas destapan conflictos en grandes empresas y partidos políticos por diversos motivos. Pero aun siendo un acto de supuesta suprema honradez, el “chiva” sea de Facebook, Volkswagen o del ejercito necesita diluirse en las sombras una vez terminado su oficio delator.
En las sociedades totalitarias sucede todo lo contrario. El chivato es convertido, gracias a los medios de comunicación, todos en manos del régimen, en un héroe. El sistema busca así dos objetivos bien definidos: uno, que muchos más se sumen a la legión de delatores, pues es una forma de tener fama y ascenso social; dos, que cada ciudadano crea que su hermano, su padre, el vecino o el compañero de trabajo es un delator en potencia, y la sospecha anide en cada relación humana.
La forma en que se capta un chivato no ha cambiado posiblemente desde la época de las cavernas, cuando alguien de una tribu, receloso y resentido por una razón nimia, iba donde otra tribu con las quejas y la necesidad de venganza. También ha sido frecuente a través de la historia que a los prisioneros se les ofrezca, a cambio de su libertad, cooperación.
En esa línea, el espionaje moderno trabaja con las carencias y los “pecados” de los futuros chivatos. No hay mejor soplón que aquel individuo ninguneado y al mismo tiempo trasgresor de las leyes cuya única manera de redención social, piensa, es convertirse en chivato.
Es imposible imaginar a nuestros abuelos aceptando la chivatería como heroicidad. Ha sido una labor paciente y con todos los recursos disponibles –cine, TV, prensa, libros- para que las nuevas generaciones de cubanos acepten que mi chivato vive al lado, puede hasta tomar café en el portal de mi casa, y todos los meses hay que pagarle una cuota para que me vigile.
La delación como hazaña encomiable comenzó con la aceptación de los Comités de Defensa de la Revolución (CDR), un centro de espionaje comunitario extendido por toda la Isla cada cien metros –cuadras. Si bien era una forma de chivatería “a la cara”, nadie sabía con certeza qué pensaba el “comité” de cada vecino. Para tener un buen trabajo se requiere la “verificación” del CDR. Tener una mala imagen con los jefes de esa suerte de galera que es cada cuadra es sinónimo de no obtener nunca la plaza buscada.
En los regímenes totalitarios cada ciudadano se convierte en un potencial enemigo del otro. El sistema da a los súbditos la posibilidad y hasta la gratificación social de ser héroes soplones. Pero el régimen también está consciente de que esos chivatos a menudo son seres con muchos problemas psicológicos y lastrados por una vida de fracasos y pobre desempeño profesional. Si una vez no tuvieron gandinga para denunciar a un familiar o un amigo, tampoco la tendrán para virarse contra ellos.
Y ese, justamente, es el dilema del chivato. Su vida termina cuando, por alguna circunstancia que desconoce, se hace pública su entraña soplona. Los homenajes y las prebendas duran poco. El odio y la repulsa callada de la mayoría de los ciudadanos, incluyendo la familia, es para siempre.
El régimen los usa cuando quiere y como quiere, y desde Roma, los desprecia. En los aciagos días del final del Machadato, fueron los primeros ser buscados y ajusticiados. Nada ha cambiado bajo el Sol. La larga noche totalitaria comenzará a disiparse ante un nuevo amanecer, y los elogios a estos seres desalmados, es decir sin alma, quedaran en el olvido.
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