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LA BECA




III

La Plazoleta (unos arriba, otros abajo).

La plazoleta es un hermoso lugar entre el edificio docente y los albergues, rodeado de árboles frondosos y bancos de ladrillos. En la plazoleta ocurren los eventos más importantes de la Beca. Allí forman los estudiantes para ir a trabajar al campo o a las clases en el edificio docente. Allí se paró Belinde el primer día. El famoso director. Vanguardia nacional. Fidel le dio una felicitación personal al ser esta la mejor escuela del país; el mejor promedio de aprobados y sobresalientes. Una beca de genios. Los dirigentes quieren tener a sus hijos, además de en la Lenin y en los Camilitos.

Belinde y los profesores siempre arriba, en una elevación de metro y medio, como una tribuna. Belinde decepciona al verlo la primera vez. Nadie imaginaria que es el director más célebre de toda la Isla. Es un moreno flaco, alto, dentuzo. No pasa de los cuarenta años. Usa un reloj que hace bailar como una pulsera en la muñeca izquierda. Siempre anda camisas anchas a cuadros, jean azul, y botas rusas. Estará rodeado de jefes e instructores cada vez que se dirija a los alumnos desde un cuadro de granito que se alza metro y medio por encima de la plazoleta. Cuando lo hace, es porque algo importante va a suceder; la visita de un ministro, un embajador, un artista internacional. Sus palabras son encantadoras, pico de oro. Palabras de Beca Eterna. Un metro y medio por debajo, los estudiantes forman para ir al campo. Los otros irán a clases en el docente. Se intercambiarán en la mañana y en la tarde.

El campo por las mañanas tiene la ventaja de Sol menos intenso. Y los olores del amanecer campesino, una mezcla de frutas en sazón y la hierba, mojada por el rocío. El problema es la humedad; te caen encima las gotitas de agua de las hojas cuando trabajas en el plátano.

Las clases en la mañana son pesadas porque siempre la adolescencia debe horas al sueño. Sin duda, las clases en la tarde son las peores. El postprandial no se lleva muy bien con la pedagogía. Es como estar y no estar, oír y no oír… la guerra de independen… los mambises fue… por eso nuestro Apóstol dijo… ¡Alumno, está dormido, atienda!. Profe yo no estaba dormido… estaba pensando. Si, pensando con los ojos cerrados, ¿no? Risas. No sé cuál es la gracia, dice el profesor; ordena al alumno salir de la clase y lavarse la cara.

El trabajo en el campo por la tarde es un infierno, por el Sol. Sucede algo curioso; ni los instructores ni los estudiantes tienen interés, ganas de cumplir la norma dejada en la mañana. El trabajo y la exigencia de los instructores casi siempre son más flojas. El Sol y el hastío salen parejo para todo el mundo.

Excepto para Fauno, nuestro instructor de campo. Es estudiante de décimo grado. Imposible calcular su edad porque mientras la mayoría de nosotros no tiene pelitos en las partes íntimas, Fauno tiene bigote y chivo. Se lo permiten. En la Beca, como él, hay muchos alumnos desfasados, repitentes de grados; así son casi todos los instructores. También Fauno y la China Tetona, su novia, la instructora de campo de las hembras, van juntos al campo. Caminamos, hembras y varones en dos filas separadas. Fauno y la Asiática del Magno-Seno, juntos detrás, acaramelados.

Al llegar al pie del surco, Fauno y la China se reúnen con el guía de campo. El guía dice cuál es la norma de hoy: escarde del tomate, un cordel y medio por alumno. Profe, dice alguien desde la fila, un cordel es mucho –hoy parece una enormidad para chicos de 12 y 13 años, pero son solo 37,71 metros-. Fauno molesto: oigan, aquí el instructor de campo soy yo, y si el compañero guía dice que hay que hacer un cordel, hay que hacer un cordel, ¿está clarito? La tetona achinada no habla. Fauno grita por ella: voy a revisar el trabajo, no quiero hierba aplastada porque van a tener que repetirlo todo, ¿está clarito eso?

Hay mucho Sol cuando los estudiantes se inclinan, acuchillan sobre el surco para arrancar la hierba con sus propias manos. Fauno y la China, libreta en mano. Allí anotan los indisciplinados y la norma cumplida. La pareja de instructores de campo busca la sombra frente al sembrado de tomate; un platanal espeso con hojas anchas y altas apenas mecidas en la calurosa brisa de la tarde. En un momento, desaparecen. Se pierde la pareja. ¿Qué hacen? ¿Dónde están? Nadie lo sabe pero todo el mundo los sospecha: cumplen su propia norma. Para los estudiantes ha llegado la hora de cumplir la norma del cordel y medio de escarde; aplastan las malas hierbas, no las arrancan. En un par de días, con las lluvias, volverán la maleza a invadir el sembradío de tomate. Nada se ha hecho. Y todo ha sido hecho; la norma, cumplida: cordel y medio escardado y pagado a la escuela por concepto de trabajo estudiantil.

Cuando Fauno y la Pechugona achinada salgan del laberinto platanero, desfogados, no tendrán ganas de revisar los surcos. Tras un breve el receso, con las metas cumplidas, ordenan el regreso a la Beca.

Una vez más, en la plazoleta. Quitarse las botas enfangadas para subir a los albergues, bañarse y hacer las filas para el comedor. Aparece Aldi sobre el entarimado de granito, metro y medio por encima de nosotros. Desde esas alturas nos advierte: el albergue está limpiecito, limpiecito… el que bote un poquito de tierra así –une el pulgar y el índice- se queda conmigo esta noche a limpiar baño, ¿me oyeron?

Claro que te oyeron, Aldi. Hasta las niñas del grupo te han oído. Desde esa altura Aldi, todos tienen que oírte.


VENTANA 3: El campo

Los campos de Cuba son verdes, la tierra es colorada. Las becas están plantadas, como arboles de concreto, en el medio de esa connivencia verdirroja. El edificio y su gente, situados así, anuncian el propósito: convertir al joven en un estudiante-trabajador, estudiante-campesino[1][i]. Hay naranjales y platanales, inmensas extensiones de tierra -¿por fin cuanto mide un cordel en el sistema métrico decimal?-[ii] sembradas de papas, tomates, lechugas, col, pimientos.

El alumno. Va al campo en la mañana o en la tarde. Tres horas. A veces caminando por la guardarraya, a veces en la guagua de la escuela si es lejos. En la mañana el Sol no es tan violento. Cerca de las once ya no hay quien esté dentro del surco. Lo que más molesta es el rocío: las gotitas de agua se deslizan por las hojas y mojan por dentro.

El Guía. Así llamado el campesino que dirige a los estudiantes. El guajiro asigna la tarea, la explica, la modela sobre el surco: “así, hay que escardar así, sin dejar la raíz de la hierba mala”. Los estudiantes se burlan. Algunos guías de campo son crueles. Hacen retroceder y hacer el trabajo de nuevo –hoy les doy toda la razón. Las niñas siempre tienen más suerte que los varones. La naturaleza las ha bendecido con el poder de la seducción; saben usarlo para que el guajiro perdone su trabajo deficiente.

El Instructor. Una especie de capataz. No trabaja. Ni siquiera se ensucia las manos de tierra ni entra en el surco. Observa desde lejos. Observa y apunta al que no trabaja, a quien lo hace mal. Y reporta. Las mujeres instructoras de campo son las peores.

En el campo, cuando el instructor lo permite y el guía se toma un descuido, los estudiantes entran a los platanales buscando frutas. Otras veces está prohibido comer ciertas frutas, como la fresa. Son para la exportación, para que entren dólares a Cuba. Luego, comerse una fresa es un acto contrarrevolucionario. El alumno puede ser expulsado de la Beca porque ha hecho daño al país. Pero los alumnos, que jamás han probado una fresa, se las meten en la boca en un descuido del guía o del instructor con tierra y todo. Al masticar la fresa con tierra, un hilillo café sobresale por la comisura delos labios. Alumno, dice el guía de campo, ¡está comiendo fresa! No profe, no, que va, es que estoy enfermo de los dientes… me echan sangre, sabe.

[i] El propósito era vincular los estudiantes a una actividad productiva. Pero los alumnos comenzaban desde séptimo grado, o sea, entre 11 y 12 años, algo que sería hoy considerado abuso infantil. La explicación era que sus padres, en la era republicana, también comenzaron a trabajar a esa edad para mantener la familia. [ii] La llamada vara cubana mide 0.848 m. Pararse frente a un campo de lechuga de casi media cuadra para escardarlo debe haberle parecido a un adolescente una tarea titánica.

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