Por Francisco Almagro Domínguez
Todo ha comenzado en San Antonio de los Baños, uno de los pueblos más cultos e interesantes de la Isla. El lugar escogido por Julio Antonio Mella para enseñar marxismo por vez primera hace siglo y tanto. La ciudad que hizo cine aficionado por primera vez, y no por casualidad, donde está la Escuela Internacional. Pero también sitio industrial y militar, con la textilera y la bases área insignia de la Fuerzas Armadas.
Todo el final ha comenzado con unos aplausos. Simbolismos: los mismos aplausos que hace 62 años dieron la bienvenida a unos jóvenes barbudos ahora se han convertido en enemigos de quienes ya no tienen cupo en la historia. Aquellas manos aplaudientes, al decir del poeta, se convirtieron en partes fundamentales de una tiranía, pues “porque para una época difícil/nada hay mejor que un par de buenas manos”. Pero aplaudir ahora es un acto confuso, paradójico, trasgresor, revolucionario.
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Todo el final comenzó hace apenas unos años, cuando el Difunto se quedó sin discurso ideológico. Había muerto la Unión Soviética, y con ella la evidencia práctica del fracaso socialista. Pero tenaz conspirador, se las agenció para convertir el revés táctico en una victoria estratégica, y creo un Frankenstein ideológico-político con el Foro de San Pablo y una extravagante mezcla martiana-marxista ad intra, aupada por intelectuales siquitrillados debido a sus antecedentes religiosos y homosexuales. Ante tan oportunista aleación de ideas inconexas, miles de fieles abandonaron las filas comunistas.
Al enfermar y morir el Primer Secretario, poco quedada de enamoramiento, es decir, de pura enajenación. Un apellido no basta para mantener hipnotizada a la masa, sobre todo si no se es capaz de dar un vasito de leche a cada cubano. La segunda ola de deserciones –esta vez con aplausos limitados pues al General-presidente desagrada la tracatañería- no se hizo esperar. La esperanza del reformismo se esfumaba con el tiempo… y con el vaso vacío.
Al preparar los reemplazos, los mandamases del Partico Único tuvieron como casi único objetivo buscar a los leales, sin fisuras, sin pasados turbios, grises y alejados de toda facción de poder. Y así dieron con un sobreviviente. Un joven ingeniero que en su ascenso desde las bases parecía idóneo por su simpleza y camaradería. Solo que ninguna sociedad totalitaria escapa a su propia extinción después que sus fundadores desaparecen. Somos continuidad, decía el designado sin darse cuenta de que nadie, ni siquiera sus correligionarios, deseaban continuar por el mismo camino.
Esto acaba de comenzar. No hay nada que no puedan hacer para revertir la ira y la frustración acumulada. No hay nada que puedan hacer para detener los aplausos burlones, ni los cacerolazos si no introducen cambios estructurales en la economía y la sociedad civil. La protesta masiva y no organizada del 7 de julio podrá ser aplacada, incluso mediatizada, labor que ya los medios de infusión comunista han tratado de hacer desde el primer día.
Este ha sido un hecho inédito. No será transformable en victoria para el régimen. Las calles no son de los revolucionarios. Son del hambre, la enfermedad, la muerte y la desesperación. Nada peor para un tirano que descubrir la potencialidad ajena; ver como los súbditos pierden el miedo, y prefieren la calle y la prisión a la balsa y la muerte en el mar.
Y ese cambio, de la balsa y el mar por la calle y los gritos de libertad es radical, definitivo. Una pequeña advertencia: si quieren agilizar la caída del régimen, que se les ocurra la solución del éxodo como arma: hay todo un plan de contingencia militar para impedirlo desde este lado del estrecho de la Florida.
Es el comienzo del final. En tanto, ellos siguen creyendo que no, que todavía se les quiere, o al menos que pueden controlar lo incontrolable. El simbolismo de los aplausos: las manos, como diría el poeta, no hay nada mejor contra en una dictadura que un buen par de manos.
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