Por Francisco Almagro Domínguez
Al escribir estas líneas, el presidente electo según los últimos conteos, Joseph Biden, continúa nombrando secretarios –ministros- de su gabinete. El ejecutivo actual ha aceptado, al fin, dar luz verde a la transición de poderes, lo que implicaría cientos de reuniones y cuadres de caja entre los funcionarios salientes y entrantes. Algunos lo ven como una concesión de victoria a Biden. Otros como un proceso normal, incluso beneficioso para el país en momentos tan difíciles –la Bolsa muestra repuntes históricos.
Más allá de las críticas a su personalidad y estilo de liderazgo, es innegable que la presidencia de Donald Trump dejó cifras récords de desempleo, y cambios importantes en algunas regulaciones que impedían la expansión económica. Ver a Donald Trump como individuo, y no como un movimiento, una Revolución Trumpista contra lo establecido fue el error primero, comenzando por los propios republicanos, quienes se le enfrentaron en las primarias de 2016.
Con un tinte nacionalista-populista, el magnate se propuso hacer a América grande otra vez, un eslogan que desde el principio hirió demasiadas susceptibilidades. Para engrandecer a América nuevamente, tendría que empequeñecer a muchos, dentro y fuera de Estados Unidos. Dijo que venía a drenar el pantano, sin darse cuenta, o tal vez sí, que el pantano es sucio y traicionero. Pero como diría el poeta, es nuestro propio pantano. Y de ese lodazal no han dejado de surgir enemigos.
La Revolución Trumpista, que merece un estudio aparte y tiene al menos setenta millones de seguidores fieles, ha hecho que el partido republicano se democratice y sea hoy el bando de los trabajadores, de los pequeños empresarios, y de las minorías y los emigrantes legales. Mientras, el Partido Demócrata se ha republicanizado, convirtiéndose en una suerte de élite blanca, con magnates como Bloomberg pagando por la propaganda electoral, e intelectuales y artistas que extrañan subvenciones injustificadas y no toleran histrionismos superiores a los suyos.
El Trumpismo fue demasiado. Se fajó con todos, incluyendo generales y doctores. Como diría un refrán criollo un tanto soez: Donald Trump quiso orinar contra el ventilador. Y esas evacuaciones comenzaron a devolverselas los medios, brazo secular del pantano. A pocos meses en el cargo, el presidente inició querellas contra pactos multilaterales, económicos y políticos. Dijo a los chinos que hasta cuándo; a los rusos y a los coreanos del norte que él no pondría líneas rojas sino tropas y cohetes donde hiciera falta –puede vanagloriarse de ser uno de los pocos presidentes que no ha iniciado una guerra.
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Joe Biden no ha ganado nada. Ha sido la Contrarrevolución Trumpista, bien pensada y largamente preparada, en primer lugar, por los grandes capitales financieros y militares norteamericanos. La elite política demócrata ha jugado bien sus cartas. Usando el disfraz progre, al Escuadrón, BLM, y la flauta hameliana de gratuidades que nunca serán, ha hilvanado hasta ahora una derrota vergonzosa, por sutil y artera, al Trumpismo.
Lo triste aquí, y ya lo podemos ver en quienes componen el futuro gabinete–y en las críticas del izquierdismo demócrata- es que no habrá casi nada de agenda socialista en el programa de gobierno próximo. No puede haberlo. De tal magnitud podría ser la crisis social y económica en los años venideros, que el ejecutivo entrante deberá mantener algunas de las desregulaciones presentes y muchas de las prebendas a las compañías estadounidenses fuera del país. Nuevas concesiones a los chinos y los rusos tendrían que ser imprescindibles para evitar una guerra caliente.
Con relación a Cuba, llama la atención dos selecciones hechas por el llamado presidente electo: Alejandro Mayorkas, nacido en Cuba, en el cargo de secretario del poderoso Departamento de Seguridad Nacional (DHS siglas en inglés). Mayorkas fue uno de los principales negociadores del “deshielo” con el régimen. A l flamante nuevo secretario se le permite acceso a datos de inteligencia y contrainteligencia.
Y de nuevo viene John Kerry. Esta vez en el aparente mundo de las nubes –Cambio Climático-, lo cual le dará amplia cobertura para negociar cualquier cosa en cualquier parte. Kerry declaró recientemente sentirse frustrado con las autoridades cubanas al no cumplir sus compromisos cuando era Secretario de Estado. Kerry puso su dignidad y saludo militar al izar la bandera norteamericana en la embajada de la Habana.
Ambas selecciones, no casuales, nos hablan de un presumible segundo “deshielo” en las relaciones cubano-norteamericanas. Para nadie es un secreto que la generación del centenario –nunca como ahora mejor adjetivo- difícilmente sobrevivirá los próximos cuatro años, a pesar de su suerte, alimentación y cuidados extremos. Será ahora o nunca: lo que ates o desaten en la Casa Blanca será atado o desatado en el Palacio de la Revolución. Es muy probable que en La Habana, santeros y cristianos, musulmanes y judíos, ateos y renegados también hayan orado por Joseph Biden.
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