Por Francisco Almagro Dominguez
En la versión cinematográfica de Pinocho, relato de Carlos Collodi llevada al cine por Waltz Disney en 1940, el títere de madera en engañado por un falso amigo para ir a la Isla de los Juegos. En ese lugar los niños pueden fumar, romper cosas, emborracharse. Pinocho, que no tiene conciencia sino a Pepito Grillo, se deja llevar por la fantasía de hacer lo que le dé la gana. En la Isla de los Juegos no hay reglas, no hay autoridad, no hay nadie que diga que no.
Pinocho (Waltz Disney) Fotograma
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Después de comportarse como lo que es, un títere de palo sin madurez humana, comienza a ver que los niños llevados a la Isla se transforman en burros. Alertado por esa conciencia “auxiliar” que es Pepito Grillo, Pinocho escapa de milagro a convertirse en un asno. Moraleja: allí donde siempre impera la fantasía, el juego, la no responsabilidad, el ser humano retrocede a la etapa de bestia, sin conciencia de quien es ni qué puede ser.
La fantasía es propia de los niños porque sus personalidades aún no han madurado. La “inmadurez” de jugar a ser militares, bomberos, enfermeras y doctoras, choferes y policías es parte de su crecimiento psicológico y social. Fantasía y Juegos son imprescindibles elementos en la formación de la persona humana.
Una vez adultos, las fantasías irán cediendo espacio a las realidades. Unos de los dilemas de la adolescencia es tener que lidiar con las ilusiones, y con la realidad de ser aptos para enfrentar la vida. Es necesario tener ilusiones para poder vivir, amanecer, levantarse e ir a luchar por esos sueños. Esa debería ser la meta de cada persona: convertir sueños en realidades.
Pero, ¿qué es la realidad? ¿Es lo que vemos? ¿O es lo creemos ver? ¿La fantasía, al decir del poeta cubano Fayad Jamis, es este verso?
“Con tantos palos que te dio la vida
Y aún sigues dándole a la vida sueños”.
O esto otro, del enorme Eliseo Diego:
“Es preciso soñar, soñar despierto”
La realidad es que quizás, esos “palos” que no vemos o no hemos visto venir, dolorosos sin duda, son los que nos han hecho ser quienes somos. La realidad, y parecería una cita pedestre, es tener los pies en la tierra. De otro modo, sin la fuerza de gravedad, sin la ley física que nos fija al suelo, flotaríamos en el universo sin más propósito que perdernos en él.
Luego, la madurez de una persona pudiera medirse también por el balance entre sus fantasías, sus sueños, y la capacidad para contratarlos con las realidades, propias y ajenas.
En la medida que envejecemos, el cuerpo nos dice que algunas fantasías ya no serán posibles. No quiere decir que no podamos “ajustar” las expectativas a las nuevas condiciones. Es más, de eso trata la personalidad madura: hacer ajustes entre las expectativas y las posibilidades reales.
El tiempo es un dictador cruel y a la vez misericordioso. No podremos jugar beisbol. Pero podemos jugar softbol o simplemente enseñar a jugar a los nietos. No podemos correr en un campo de soccer. Podemos jugar al futbolito en un tercio de la cancha. No podemos hacer el amor casi todos los días. Pero los orgasmos son más placenteros mientras envejecemos pues son más reposados. No podemos comer tarde. Podemos hacer un buen desayuno. No podremos hilar el ardiente verso de la juventud. Pero en el otoño de la vida podemos tejer imágenes con tierna sabiduría.
La inmadurez es no aceptar que el tiempo, implacable, es también una ilusión. Tan inmadura es la persona que no tiene sueños hasta el final de sus días, como aquel que vive en un mundo sin ilusiones y de manera irresponsable solo acepta como “real” lo que tiene delante de sus ojos.
Arturo Graf, un poeta italiano, resumió las quimeras de esta forma:
“La mejor amiga y la peor enemiga del hombre es la fantasía”.
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