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Por Francisco Almagro Domínguez.
Un amigo me ha contado una historia que parece sacada de una de aquellas Riflexiones de Héctor Zumbado. Para quien no sepa quien fue Zumbado, solo diré que, en palabras del escritor y cineasta cubano Jesús Díaz, era un “asere ilustrado”. Eso define muy bien la escuela de las letras y la de la “calle’ que Zumbado poseía. En sus crónicas dominicales, mitad en broma y todas serias, retrataba lo real maravilloso de una sociedad totalitaria con aderezo tropical.
De tal mezcla salían artículos que eran pura filosofía del desastre. Hombre culto y ‘apreparado”, a Zumbado lo fueron dejando hacer hasta que un día supimos de su trágico final, por demás, inmerecido. Sus Limonadas y Riflexiones deberían figurar en lo mejor de la literatura costumbrista cubana de todos los tiempos.
Pues este amigo, también hombre culto, profesional, cuenta que la semana pasada alguien le avisó que vendría el pollo a la bodega. Se vistió tan rápido como pudo. Pero como diría Monterroso, cuando llegó a la bodega, la cola ya estaba allí. ¿Cómo se enteró tanta gente? Es un enigma, no para un domingo, que solo los mismos bodegueros pudieran aclarar.
Se sabe que los nuevos escuadrones, pacificadores de colas, y muchos bodegueros están complotados. Es lo habitual. Los llamados trabajadores sociales, que eran más disóciales que trabajadores, durante la Revolución Energética robaban la gasolina y el petróleo que debían cuidar en los servicentros y los grupos electrógenos. Siempre es el mismo ladrón con diferente uniforme.
De pronto, como el dinosaurio, un policía también estaba allí. Iba uno por uno de la fila con un bolígrafo en la mano, garabateando el antebrazo de la gente. Nadie protestaba. Todo lo contrario: querían ser marcados. Agradecían al uniformado tatuador por ser un número más. Lo importante era el pollo. La tinta se caería con jabón, si quedaba una pastillita en casa.
Al llegar a mi amigo, este hizo resistencia. “¿Y eso para qué?, preguntó al policía, con bolígrafo en ristre. “Para poner el número que le toca, compañero… para que nadie se cuele”. “Nadie se va a colar, compañero”, dijo él y advirtió: “Voy a defender mi lugar en la cola”. El policía esbozó una sonrisa de incredulidad. ”Eso dice todo el mundo, compañero. Usted verá cuando abran esa puerta, la matazón que se va formar aquí”. “Bueno, compañero, es que hay un hambre del carajo”, dijo un hombre detrás –quien después sería el 32.
El agente del orden dejó de sonreír. Levantó la voz para que todos en la cola lo oyeran: “Aquí no hay hambre, ciudadano. Lo que hay aquí es muy mala educación”. Entonces pidió a mi amigo que se descubriera el antebrazo. Miró el tatuaje del que antecedía y escribió en el antebrazo. “Usted es el 31, para que lo sepa”, dijo como si mi amigo no hubiera ido al preescolar.
Dice que sintió que toda su vida se había reducido a un número, como en los campos de concentración nazis. Solo que aquí, a la entrada la bodega, deberían poner otro cartel: Huhn wird Sie frei machen –traductor de Microsoft: El pollo os hará libres. Toda la vida pasó por su mente: Ulyses 31, el Año Viejo, 31 de diciembre, en medio de la pandemia, metido en casa, con unas piltrafas de cerdo que su hermana quiso compartir en familia.
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Foto del tatuaje del amigo.
Cuando pensaba en todos las irracionalidades del 31, el hombre de atrás, sin conocerlo, dijo: “No te pongas así, consorte, 31 es venado. Juégalo”. Ese era 32. Entonces el de delante, 30, sin virarse y atendiendo siempre a la cola, agregó: “Y zapato nuevo también”. 32 quiso hacerse el gracioso: “Oye 30, asere, cállate que tú eres p…. –palabra impublicable-, en la charada”.
Para ese momento, el bolígrafo tatuador iba doblando la esquina. La gente, confiada en su tatuaje, empezaba a socializar fuera de la cola. Confiaban en la indeleble tinta policial. Esto no puede estar pasando de verdad, se dijo mi amigo. Vivía dentro del cuento de Arturo Arango, Lista de Espera; de la película homónima, que dirigiera en el 2000 el recién fallecido Juan Carlos Tabío. ¿Cómo veinte años después lo marcaban en el brazo para alcanzar un pedazo de pollo?
Sus reflexiones no zumbadezcas fueron interrumpidas por un anciano que vino desde atrás, probablemente un cincuenta o un sesenta y pico. Saludó a 30, y este presentó a 31 y a 32, como si los conociera de toda la vida. El anciano mostró su antebrazo. “42”, dijo con orgullo, “país lejano, la madre patria, España”. De nuevo, 30 interrumpió a los demás. Quería llamar la atención. Era enfermero en el Hospital de la calzada. Secretario del Partido del servicio de cirugía. Contó que una vez tenía en el bolsillo de la bata la lista de las apuntaciones de la bolita de todos los médicos y enfermeros de la sala. Cuando fue a entregar la cotización del Partido, en vez de la lista de las cotizaciones, se sacó la lista de apuntaciones. Menos mal que la secretaria del Partido también jugaba en otro servicio, y se hizo la sueca con catarro.
Todos empezaron a reír a carcajadas con la historia de 30. 42 explicó que jugar no era nada malo. En el mundo se juega legalmente. “Pero a nadie lo marcan como un animal”, interrumpió 32. Mi amigo, es decir, 31, deseaba bajar la tensión. Que tal vez era una manera de organizar las colas por el Covid-19. Para 42 el problema era que no había pollo pa tanta gente. Es un asunto de matemáticas, y de producción, y de….
En ese momento vieron venir a toda carrera una mujer entrada en años. “Ven acá, chico, tú no te has dado cuenta de que están al abrir”, gritó a 42. El alzó los hombros y miro su reloj de pulsera. “Todavía faltan diez minutos… y… tenemos los tatuajes”, dijo riendo.
El policía estaba de regreso. Ahora la cola se perdía en la otra esquina. “Señores, sigan con la risita y la jodedera que yo voy a ver cuándo abran como van a llorar”, dijo el oficial tratando ser simpático. “Compañero”, dijo 30, “se me está borrando la tinta. Me lo puede escribir de nuevo… 30, soy 30”. “No se restriegue con la ropa compañero”, dijo el policía mientras tatuaba casi con ira el antebrazo de 30. “Esta tinta es mala, compañero, y si usted se restriega…”
La señora de 42 -nadie supo si era cincuenta o sesenta y pico- tomó al anciano por la mano. “Recuerden que hay varias charadas, y en la española, 42 es el caballo”, dijo el señor. “Vamos caballo viejo” dijo la señora, y lo hizo caminar delante de ella. La fila volvió a sentir la ausencia de un Juan Candela, alguien que hiciera más tolerable la dura vida del colero cubano en tiempos de pandemia.
Unos minutos después abrieron las puertas de la bodega. De nada sirvieron los tatuajes al principio. El policía siempre tuvo la razón. Juan Quinquín lo diría así: “con el hambre no se juega, Jachero”. Detrás de 31, mi amigo, una voz como un susurro, no de Rodríguez, dijo que mañana iban a sacar pescado. Sin duda era una bola. Nunca venía pollo y pescado al mismo tiempo. 31, mi amigo, se miró el otro antebrazo. Estaba listo para la pelea de mañana si el rumor era verdad. Eso sí. Debía sobrevivir a esta cola que, con tatuaje y todo, no acababa de organizarse.
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