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Permiso de Salida (Novela)

 


 

I.

La nueva casa de la Dirección Municipal de la Vivienda olía a cal y a brea de barco. Había sido una casona en peligro de derrumbe, decretada así por los mismos arquitectos e ingenieros que ahora la habitaban. Nadie sabía quién y cómo, en un asalto de lucidez tardía, dijo que era el mejor lugar para poner la nueva Dirección Municipal. Necesitaba algunos arreglos. Tal vez pequeños retoques en el techo y las cañerías; sobre todo en los baños y los lavaderos del fondo, donde se acumulaba el olvido de tantos años.

Pero en pocas semanas, como sucedió en efecto, los pintores de brocha gorda daban una y otra mano sobre las tortas de cemento gris y los parches de cobre en las tuberías de desagüe. La acera y los pasillos se tiñeron del olor a cal viva. La deslumbrante tozudez invadió los rincones, los pasillos exteriores, el jardín y los dos cocoteros de la entrada. Desapareció lo verde y lo café, lo primaveral y lo de otoño, borrado todo de un brochazo igualador; la misma cal haciendo sucumbir bajo la túnica alba cualquier diferencia de las cornisas, los altorrelieves o los rodapiés de granito.

También había sido un reto la carcomida carpintería por esa gula del comején tropical para el cual no hay madera a respetar. Comejenes de todas las horas y todas las estaciones que entraron, al parecer, dijo uno de los ingenieros que hizo los planes de la reconstrucción, en busca de la madera más nueva puesta por los antiguos habitantes; pinotea de montaña para engorde de insectos lujuriosos que después de ganar fuerzas y número, se atrevieron con la tabla majestuosa, señorial, esa que ni en el monte habían probado. La madera estaba tan vieja como los viejitos, y los insectos, solo cumplidores de una elemental función ecológica, se apresuraron en terminar su trabajo antes de que los ancianos se les ocurrieran encargarles sus huesos olvidados.

Porque es bueno decirlo: los responsables de restaurar la casa para la Dirección Municipal se asustaron de semejante voracidad: no quedaba puerta o ventana sana. Habría que ponerlas nuevas y la decisión iba por la madera, para mantener el estilo de una casona de los veinte, o… En estos casos siempre surgía la voz del anónimo: pongamos ventanas de aluminio. Parecía una locura. La casona del Machadato sería una vieja con la cara estirada. Después de pensar un poco, ver cómo iban los tonos de la postmodernidad, los injertos de lo artificial y la simple aspereza de lo rancio, se decidieron por unas ventanas de aluminio sólo dejando la puerta principal, la de acceso a la recepción, un cedro con muchas heridas, pero a salvo de las diminutas fieras tropicales.

La puerta dio más trabajo que toda la reconstrucción de la casa. Fueron meses de paciente labor, mezcla de ingenio y temeridad. No la llevaron al Centro de Restauración, donde decían devolverle la vida a los sillones de los Capitanes Generales o las reliquias napoleónicas expropiadas a Julio Lobo. No, los artistas trabajarían allí mismo, en la Dirección Municipal, como se atiende a un herido grave en la línea de combate; tan pronto estuviera en forma volvería a su digno sitio de avanzada, con esos relieves hechos por un famoso artista, amigo del Presidente Machado, y olvidado o muerto en el anonimato, pues de saberse quién era el autor de la talla en la puerta, tal vez la hubieran arrancado de cuajo en el primer pestañeo de los viejitos moribundos.

En el fondo de la casona prepararon el quirófano. Montaron aquella gran estructura sobre dos latones de hierro tapados con sacos de nylon y en el techo pusieron buena iluminación. Días estuvieron los carpinteros para decidir por dónde empezar. Querían conservar los dibujos relacionados con la Resurrección del Señor. En cambio, las órdenes del Director Municipal eran claras: mantener en lo posible la Obra pero desaparecer la Cruz y a Cristo. El carpintero más viejo estuvo a punto de renunciar. Después de darle muchas vueltas al asunto no encontró forma sortear la dificultad, que, además, le parecía un absurdo. Alguien se encargó de explicarle que en las instancias gubernamentales no podía haber motivos religiosos y esto era, ahora, un edificio oficial. Sólo entonces se dedicaron a ir por las afueras y dejar la preciosa talla para el final. En las mañanas, después de marcar las tarjetas, los empleados de la Dirección Municipal se apiñaban en el local donde la puerta era restaurada. A nadie le preocupada estar sin puerta de la calle más que al Director, quién iba ya por el tercer custodio contratado; era peligroso cuidar una casona sin portón principal. Se creyó el Director en el deber de apresurar la obra y más de una vez llegó hasta el cuarto de cuidados intensivos con la resolución de detener la faena. Pero el buen ánimo reinante entre los empleados, que se tomaban un café o se fumaban un cigarro mirando a los carpinteros lijar, aserrar y pegar los pedazos de puerta antigua, le pareció una excelente terapia entre tanto trabajo burocrático.

Una mañana descubrió que aquellos carpinteros eran como la Penélope de la Odisea: simulaban tejer una túnica por el día y en la noche la desenredaban. No querían meterse con la imagen del centro, la de Cristo descendiendo de la Cruz. Despidió a los piadosos carpinteros y trajo un ayudante suyo, conocido en sus tiempos de Director en la Bahía, desde donde también se trajo la pintura para la puerta. A él le encargó los últimos retoques y cubrir las imágenes del centro. En una decisión tomada sin vacilar, y a menos de cuarenta y ocho horas, los empleados vieron colocar la portezuela de varios colores y texturas, y se preguntaron si aquel herido al que todos los días le habían dado ánimos y para el cual habían rezado a escondidas sus mejores oraciones, no hubiera sido mejor verlo muerto, tirado en el patio o en un viejo depósito, alimento de comejenes insaciables, que el indigno payaso de colorines estridentes en la entrada de la Dirección Municipal.

Fue entonces que empezó a apestar. El Director encargó otro tipo de color en el Puerto. De un bidón azul ocre, guardado con tanto recelo en el almacén tras expropiárselo a unos marinos griegos. La humedad y el salitre habían convertido la pintura en un fermento, en una pasta que necesitó ser batida durante todo un día para darle alguna fluidez. Al fin pudieron sacar del barril un par de galones lo suficientemente líquidos para deslizar las brochas sobre la madera. Los diluyentes utilizados se mezclaron de una manera original con la pasta vencida, y tomó un olor aún más rancio, una fetidez ácida. Para dar la primera mano necesitaron el auxilio de las máscaras antigases que guardaba el Director en caso de ataque químico.

Los empleados, todavía no acostumbrados totalmente a los efluvios de la cal, tuvieron otro inoportuno acompañante: el hedor de la puerta principal. Se callaron porque preferían la animalidad del Director calmada con aquella capa de apestosa argamasa.  Por el día los nuevos custodios trataban de mantener abierta la puerta, ventilada; con las hojas hacia adentro la brisa llevaba los olores nauseabundos hacia los empleados y no a los vecinos, cansados no sólo del hedor de la cal y el azul podrido, sino del de los ciudadanos que acudían a la Dirección Municipal disgustados con razón o sin ella, maldiciendo a este o a aquel funcionario, parapetado detrás el buró esgrimiendo en legítima defensa cartapacios de leyes y ordenes absurdas.

A pesar de todos aquellos olores y sinsabores, el Director decidió, tras poner la puerta, inaugurar definitivamente la nueva casa de la Dirección Municipal de la Vivienda. Tenía que hacerlo. El momento lo pedía a gritos: desajustes, corrupción, violaciones de la legalidad, funcionarios quejosos y lo peor de todo, la sensación de que los esfuerzos por dar una imagen diferente habían sido en vano. En reunión del Consejo de Dirección se decidió proponer la apertura oficial de la Dirección Municipal para dentro de una semana. Hubo protestas, como siempre. El Director Provincial, reunido también con su Consejo de Dirección, explicó al colgar el teléfono la idea del Municipio, y de inmediato los subordinados explotaron en adulonerías: una buena idea que el Director Nacional debía conocer de inmediato, y un par de días más tarde, en reunión del Consejo Nacional, su Director leía el informe del Municipio de la Vivienda: se abrirían nuevas oficinas para mejorar el servicio al pueblo:

- Estamos decididos a cambiar nuestra forma y estilos de trabajo. Este nuevo local, restaurado con el esfuerzo de sus propios trabajadores, mejorará la eficiencia y la eficacia del trabajo en el sector de la vivienda, facilitará los trámites y el “papeleo” que tanto disgusta a nuestro pueblo.

El Director Nacional dejó de leer la nota para mirar a los entretenidos asistentes al Consejo Nacional y alzando la voz terminó diciendo:

-Compañeros, los invitamos el próximo viernes a la inauguración del nuevo local.

Al regresar a su oficina, el Director Nacional, en un ambiente sin cal y olores incómodos, encargó al  Director Provincial preparar la visita al Municipio. No quería errores. Las cosas no estaban para cintas cortadas ni borracheras a escondidas de los empleados. La inauguración saldría hasta por la Televisión y serviría para dar una idea del hacer en la Dirección Nacional de la Vivienda. Del otro lado de la línea telefónica se oía.

-Todo debe estar listo. No quiero una queja, un papel atrasado, una casa vendida y una renta sin verificar en ese Municipio de mierda.

Sin un pelo en la lengua ni en la cabeza encomendó una verificación in situ. El Director Provincial voló directo a la Dirección Municipal, y al sentir el olor a cal y a pudrición supo de inmediato que las predicciones del compañero Director Nacional podían ser ciertas. Entró sin pedir permiso a la oficina del Director Municipal. Dijo haber aprobado la mudada a esta nueva casa solo para que tuvieran más locales y también, menos papeles.  Desde que entró por la puerta, por cierto, con una peste a no sé qué, sólo archivos y más archivos habían detenido su paso, porque los custodios, alejados de la entrada, ni las buenas tardes se acercaron a darle. Sabía además, por los gritos de allá afuera, lo quejosa que estaba la población.

-Nosotros no somos magos pero nos pagan para hacer magia. No quiero una queja, un papel atrasado, una casa vendida y una renta sin verificar en ese Municipio de mierda.

Después se tomó un café traído por la secretaria, costumbre en casos de visitas importantes, y cambiando el tono, volvió sobre su amigo, el Director Municipal:

-¿Qué necesitas? ¿Cuánto te falta para tenerlo todo listo el viernes? No hubo respuesta, sólo una sonrisa y el silencio de los labios, sorbiendo. El Director Provincial repitió dos veces lo mismo:

-Somos hermanos, pero no me falles, caballo.

Todos lo vieron salir del despacho con un pañuelo en la nariz. No sabían si por el mal olor en la casa nueva o porque lloraba. Lo que más llamó la atención de los empleados fue la conducta del Director Municipal a partir de ese momento. Hizo venir a los subdirectores, y tras dos horas de encierro, reclamó a los subordinados, a los jefes de áreas, a las secretarias y los choferes. Al día siguiente continuó citando a subdirectores y subalternos a la oficina, aunque ya sabían de qué se trataba: a la inauguración del nuevo recinto de la Dirección Municipal de la Vivienda vendrían el Director Nacional, los jefes vinculados, y posiblemente uno o dos ministros.

Al mediodía pidió a los empleados concentrarse en el patio, al final de la casona. Confirmó la noticia. Y aclaró algo todavía confuso: la visita iba a celebrar el Día Nacional del Trabajador de la Vivienda. Muy pocos sabían cuál era el Día Nacional, o por qué se celebraba, y un avispado subdirector, uno de esos que siempre estaba cerca del jefe cuando se le escapaba alguna de sus sandeces, explicó la razón del Día Nacional de la Vivienda.  

Después de seis largas jornadas, los empleados de la Dirección Municipal habían tirado abajo archivos, carpetas, denuncias, testamentos, solicitudes y actas notariales, los croquis a mano alzada y los planos de los albañales de todos los edificios del Municipio. Fueron días de encierro en la nueva casa. Para demostrar su total lealtad al Director ninguno de los escritorios cercanos a la puerta principal aceptó usar máscaras antigases a pesar de tener las puertas cerradas. Los pintores todavía tuvieron tiempo para dar otra mano de cal en los exteriores. Se esmeraron en las grietas del fondo, donde la madera se había cuarteado y exhibía lugares donde el agua volvería a calar bien profundo.

El Director hizo gestiones para conseguir odorantes especiales, como aquellos vistos en rebaja en una tienda de animales. Pero sus gestiones fueron infructuosas. Así se lo comunicó al Director Provincial: lo único preocupante es la peste de la puerta principal. El Director Provincial no quiso darle importancia a ese detalle, porque al jefe, dijo, lo que le interesa es que los papeles y la documentación estén en regla, y más que todo, que el pueblo no se queje de nuestro servicio. Y parecía haberse aprendido bien el consejo el Director porque el día de la inauguración, justo unos minutos antes de llegar uno o dos ministros, los miembros del Consejo y el Director Nacional, se aparecieron en la Dirección Municipal una pareja de muchachos jóvenes desconociendo los hechos por venir.

Estaban los empleados situados en dos filas a lo largo del corredor de la casona, en un murmullo tenso y apagado cuando en el umbral se dibujaron las dos figuras humanas. Ellos, sorprendidos por el espectáculo, preguntaron en un tono de voz bien alto por quién atendía los asuntos de salida del país. Se hizo un silencio sepulcral. El Director se acercó con una sencillez desconocida. ¡¿Serían bobos?! ¡¿No se daban cuenta de lo que estaba pasando?! Les preguntó en qué podía servirlos. Los empleados, sin romper las dos filas, miraban a los intrusos como a dos extraterrestres. El Director volvió a hacer la misma pregunta y por encima de sus cabezas observó la calle: estaba desierta, no por mucho tiempo, pues en cualquier instante chillarían las gomas de tres o cuatro autos nuevos con tres o cuatro antenas cada uno, con sus choferes jóvenes y sus directores viejos, en mangas de camisa y con agendas apelotonadas de citas estériles. El muchacho dijo, ahora en voz baja, casi imperceptible, que en el Departamento de Emigración les daban la salida definitiva del país después que la Dirección de la Vivienda otorgara un “evalúo” de la casa donde vivían. El Director se desespera: no está ahora para que le expliquen un trámite común, vulgar.

Haciendo acopio de paciencia les pide venir otro día.

-No - dijo la muchacha. - hemos venido tres veces y nadie va por allí.

Como sospechando a la Dirección Municipal en una situación donde no pueden negar ningún servicio, agregó:

-O se va alguien ahora mismo con nosotros o no nos movemos de aquí.

El Director miró hacia la calle. En cualquier momento llegan. Tanta cal y tanto trabajo para nada. Comprendió que los muchachos estaban, justamente, a la hora y el lugar para echarle a perder las cosas. Se volvió hacia las dos filas de subalternos, encabezada por los subdirectores, seguidos de las secretarias, los jefes de áreas y otros responsables. Sudaba. A nadie importante debía mover en ese instante.  No, casi todo el mundo era imprescindible. Aún volvió a sugerir a la pareja que regresaran otro día. El, en persona, los iba a atender. Los jóvenes no se movieron del sitio. Ni siquiera se taparon la nariz: estaban decididos a permanecer allí para cuando llegara el que iba a venir, sin dudas alguien importante, y viera el desastre que era la Vivienda.  

El Director, entonces, miró al subdirector primero. Este se volvió hacia un jefe de área que levantó los hombros;  el jefe de área por fin entendió la señal: con sus ojos marcó a una cabecita pequeña, pelo alambrado que sobresalía casi al final de la fila. El subdirector miró al Director. Asintió.

-! Victoria!

Victoria salió de la fila. Caminó diez o doce pasos por delante de sus compañeros de la Dirección Municipal. Llegó donde el Director sudaba, colocado frente a la pareja de muchachos jóvenes que se iban del país. 

-Victoria, por favor, ve a casa de estos compañeros.

Ella miró a su Jefe de Área, que solo movió la cabeza: debía ir en su lugar. El muchacho de la pareja le dio un papel a Victoria donde tenía la dirección de la casa.

- Mi nombre es Braulio. 

Cuando la pareja se marchó hubo un regreso a la vida en la Dirección Municipal. Victoria se había escurrido entre la fila desordenada y salía por detrás, sin saber muy bien qué hacer. Caminaba por la acera cuando vio pasar en sentido contrario tres o cuatro automóviles nuevos con tres o cuatro antenas cada uno. Los oyó frenar frente a la casona restaurada de la Dirección Municipal de la Vivienda.

Ya estaba muy lejos para saberlo. Había comenzado a alejarse del anonimato. No pudo ver cómo el Director Nacional se bajó del auto, de  inmediato se llevó a la nariz su pañuelo perfumado antes de darle la mano al Director Municipal. 

-! Coño, que peste hay aquí, compañeros!



Almagro, F. Permiso de Salida. Novela 2003. Publicada en Amazon.

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