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Poder y Deber: La sociedad


Por Francisco Almagro Domínguez

La Noche y el Amanecer. Nicaragua. Foto del autor


George Orwell, a quien bien conocemos por sus novelas “Rebelión en la Granja” y “1984” escribió:

“El objetivo del poder es el poder”.

Parecería una perogrullada, una verdad demasiado simple. Pero encierra en pocas palabras la lección de que el poder absoluto, al decir de Lord Acton, corrompe absolutamente.

Hasta aquí hemos disertado sobre el proceso de toma de decisiones de modo didáctico: de Poder a Tener, y de este al Deber para terminar en el Hacer. Usamos la metáfora del tren con varias paradas, y en el caso de la familia, hablamos de una casa con sus límites, puertas y cerraduras. Hemos ido del individuo a la familia a través de estos andenes hasta llegar a la parada final, la acción.

En el presente artículo analizaremos el Poder y el Deber en la sociedad. Quizás no haya peligro mayor para el ser humano que quebrantar el proceso de maduración de decisiones y actos sociales.

Una persona tiene poder casi ilimitado sobre su cuerpo. Puede dejar de comer, dormir, aislarse, ser célibe. Puede vivir, y ser feliz. Sabe amargarse la vida, y hasta morir. La exagerada autoridad de un miembro de la familia hace infeliz a un grupo de personas. Los hijos se irán de casa. La mujer y el hombre se divorciarán. El daño queda reducido a quienes sufren el poder de quien establece caprichosamente los límites y las reglas dentro de la familia.

Algo inmensamente peor sucede cuando el poder se practica sobre una comunidad o un país de forma unipersonal. La palabra dictadura procede de la antigua Roma: se nombraba un magistrado con poderes absolutos para “dictar” medidas en situaciones complejas como la guerra o los desastres naturales.

Y he aquí un detalle que merece especial atención: el dictador no aparece –y el resto de la población lo acepta- si no existe una “situación especial”. De modo que cuando el peligro es sentido por una sociedad debido a una invasión, una plaga, o un conflicto interétnico -no importa cuán verdadera o racional sea la amenaza- hay combustible para que arda la llama de la dictadura. Un grupo humano amenazado es un grupo vulnerable, necesitado de protección.

El tren que lleva a la dictadura tiene solo dos paradas: el Poder y el Tener. Lo primero es alcanzar el dominio de toda la sociedad o una parte sustancial de ella. En el siglo XX la lucha con las armas llevó al poder sistemas totalitarios como el nazismo, el comunismo, el maoísmo, el falangismo, y el fascismo italiano. El poder absoluto produce, al inicio, estabilidad, sensación de protección debido al “Padre-Estado”.

En el siglo XXI la estrategia de tomar el poder han sido las elecciones hechas, no faltaba más, en sociedades democráticas, o sea, donde es posible elegir.

Una vez pasada la estación de Poder, el tren se encamina al andén Tener. No hay comunidad de seres humanos que acepte mansamente la autoridad abusiva. La rebeldia es parte de la genética humana. Pero toda rebelión puede ser mediatizada con mentiras y medias verdades. Las dictaduras, por naturaleza, son falsarias, siempre mienten.

En la medida que mienten, deben reprimir. En esta parada, Tener, el binomio Mentir-Reprimir tiene una relación dialéctica de negación mutua: a mayor mentira asimilada por el pueblo, menor necesidad de represión. Al fracasar el embuste, aumenta la necesidad de control y el uso descarnado de la fuerza, el No-Poder.

La última parada es Debo, y en las dictaduras es como si la hubieran borrado del mapa. El maquinista aprieta el acelerador y pasa de largo. Un autoritarismo que se respete jamás preguntará si debe hacer esto o lo otro. No hay juicio moral: todo vale porque hay que llegar a la estación Hacer lo más pronto posible.

Consultar seriamente con la sociedad sobre una decisión que la incluye toda puede verse como una muestra de debilidad. El sistema dictatorial se organiza verticalmente: del Poder al Hacer con una pequeña detención en Tener. Si se poseen los recursos, no habrá nada ni nadie que detenga el tren autoritario.

Las personas formadas en sociedades dictatoriales aprenden a no tener derechos. Son “niños sociales”, es decir, dependen de un ‘Padre-Estado” que los hace vivir en fantasías y tener una escala de valores materiales, no trascendentes, de cortos y volátiles objetivos. Para acallar el natural disgusto, a veces basta el chocolate o los caramelos para adultos: un viaje, un pedazo más de pan, algo de circo.

La libertad social es poder parar en cada estación y después de hacer un juicio moral, evaluar la acción en perspectiva. Eso tan simple se llama responsabilidad, sin lo cual, la libertad se confundiría con el libertinaje; no saber dónde está el bien y el mal.

La libertad, tan preciada, hay que hacerla crecer todos los días, como el amor y la Fe. De lo contario, decrece.

El poeta alemán Goethe lo dijo de esta manera:

“Sólo es digno de libertad quien sabe conquistarla cada día”.





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