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Los tres se habían sentado sobre los salientes del diente perro, en la Playita 16, muy cerca de donde vivía Ernesto. Alguno de ellos se zafó los zapatos y sin dejar de mirar hacia el horizonte, que a esa hora del mediodía era un línea perfecta, dijo estar orgulloso de haber entrado por fin en la historia de Cuba: los jóvenes, sin otras armas que su coraje y convicción hacían guardia alrededor de las oficinas de inmigración donde una larga fila esperaba el turno para pedir su salida del país.
Sólo unas horas antes el Gobierno había reafirmado que no vigilaría más las costas cubanas y aunque ya las naves americanas que venían desde Florida a buscar familiares iban en línea recta al puerto del Mariel, que era el lugar indicado, alguna que otra, rezagada o quién sabe haciendo qué en el litoral habanero, pasaba frente a las playas de arrecifes mostrado sus gallardetes de pesca y la línea de flotación.
Pudo haber sido Remigito el que, sin zapatos, se erguió sobre el pedazo de muro y dijo haber visto allá, a la izquierda, un yate en dirección a la Marina; pero los otros dos no le hicieron mucho caso porque ver un barco americano no era algo imprevisto: la frontera, o sea, el mar, estaba abierto para que salieran los que les diera la gana. Desde la noche anterior era impresionante el desfile de personas, calle abajo, llevando en sus hombros improvisadas maletas, hamacas hechas de sábanas remendadas, reverberos y sombrillas de playa para acampar cerca de las oficinas de Inmigración y apuntarse como antisociales, una definición aún no muy clara, pero que englobaba, aclaró entonces Elogio, a maricones y putas, a funcionarios defenestrados y profesionales incompetentes.
Pero ese mediodía del año 1980 estaban los tres extenuados por la guardia en torno a las oficinas y se preguntaban qué irían a hacer tanta gente rara más allá de la preciosidad de la costa de la Playita 16. Elogio Ahél fue el primero que se tiró al agua y costumbre inadecuada, pisó sin zapatos el fondo. Ernesto y Remigito sólo oyeron un grito de dolor y después lo vieron flotando, rascándose el pie y al mismo tiempo tratando de no hundirse. Entre ambos lo subieron al diente perro. No era un erizo. Elogio tampoco había sido herido por un pedazo de metal. En la planta del pie izquierdo tenía una puntada de la que apenas salía sangre y alrededor se agrandaba una mancha violácea. Elogio no pudo explicar lo que sentía porque entonces vio que Remigio y Ernesto se metían en el mar y desde allí, mirado el horizonte, le gritaban que pensara, sólo que pensara como sería el verano en el año 94. Pero para eso Elogio tenía que vivir, despertar de aquella hincada submarina…
Ernesto dijo: “¿Y si alguna persona de las que está allá, en esos yates que se van del país, fuera uno de nosotros?… ¿Y si uno de nosotros quisiera irse a otro lugar del mundo?…. ¿ustedes pasarían frente a mí gritando y maldiciéndome?”. Remigito fue crudo: “yo lo haría porque tú te lo mereces”.
Elogio Ahél, saliendo ya de su dolor, comenzó a comprender que las cosas no eran así de rectas y dijo que en su caso lo pensaría. Después esa conversación se diluyó gracias a unas bellezas que también sudadas por el desfile venían a la costa a darse un chapuzón. Era pues, otro verano, el verano del año noventa y cuatro, y los tres amigos estaban en el mismo lugar; sentados en los arrecifes de 16, viendo cómo la gente trataba de irse en balsas que se desarmaban a pocos metros del litoral; una de ellas, escorada, luchaba para no hundirse en el veril y fue interceptada por un pequeño yate que los subió a bordo; después se subió al techo un joven y les hizo un gesto de despedida a los quedaban en la costa con su camiseta y signos de victoria con sus dos brazos abiertos.
Los amigos suspiraron. ¿Qué es esto? ¿Otro Mariel? Remigito ya no pudo hablar más: la hermana y la madre, en el verano del noventa y cuatro ya no estaban en Cuba. Ernesto volvió a hacer la pregunta y Elogio sonrío. “¿Qué se trae este”, dijo incorporándose. Remigito le recordó algo que al parecer había olvidado: el ahora Doctor Ernesto estaba preparado para una travesía infame. Hacía meses una amiga le había presentado una extranjera que trabajaba en Cuba. Después de probar a Ernesto como si fuera parte del producto insular, la muchacha había accedido a la compra: lo conoció un sábado, en una discoteca a la cual él tuvo que entrar con dinero prestado para poder “enamorarla” y el lunes por la tarde ya estaban los dos compartiendo sus íntimos fluidos en el Reparto Náutico.
Allí invitó Ernesto a Remigito y a Elogio, creyendo que su aprobación era lo único que le faltaba “para irse del país con la conciencia tranquila”. En realidad, así era, porque la sueca, representante en Cuba de una firma dedicada a importar ferretería, valoraba mucho la amistad de la gente, y ese perdón implícito, indulgente que los amigos siempre mostraban en ocasiones como esta.
Pero Remigito y Ahél quedaron atónitos cuando vieron a la sueca porque era todo lo contrario a la vikinga que esperaban. Era bajita y gordita, trigueña y usaba unos pantalones cortos que dejaban ver sus várices prematuras. “Esta sueca”, dijo Ahél al oído de Remigito, “es una mutación, no por gusto vino a buscar un cubano para casarse”. Después, sentados los tres en la playa del Reparto, el tema vino como obligado por las circunstancias. Miraban el horizonte en el año noventa y cinco y ya no había balsas, porque los balseros estaban en la Base de Guantánamo. Se hablaba de algún arreglo para que fueran a los Estados Unidos. “Nada”, dijo Elogio, “que el problema siempre ha sido salir de aquí, después se resuelve”. A continuación añadió que no veía bien lo de la sueca: “Ernesto, tú no puedes estar enamorado de esa cosa, asere”. “Me duele como carajo cada vez que veo un cubano irse por esa vía”, dijo Remigito. “Si quieres divertirte y sufrir ve a La Maison”, siguió Elogio, “mira las bodas, es lo más kafkianao y al mismo tiempo chaplinesco que se halla visto; no hay vergüenza: viejos con mujeres que pueden ser sus nietas, abuelas casadas con sus nietos, chinas de Hong Kong con negros de Los Pocitos, no jodas. Ernesto…”.
Entonces el médico habló de los tiempos de la Embajada del Perú y como sería en el verano del 94: “me están haciendo un mitin de repudio, me están tirando huevos, caballero…”. Remigito no ve las cosas así: “mi socio haz lo que te dé la gana, pero todo el mundo sabe y sabrá siempre que te casas con la sueca para irte de Cuba”. Ernesto se levantó como pinchado por una espina: “yo los creía mis amigos”. Él estaba enamorado del tapón sueco, como le decía Ahél. “Ese cuento, asere”, contestó Elogio, “se lo metes a otro”.
Se despidieron con un saludo tenso, a pesar de que la sueca quiso que fuera un efusivo adiós. La descendiente de Eric el Rojo siempre sospechó que no los volvería a ver por el Reparto Náutico. Ella había aprendido también que todavía quedaban cubanos con vergüenza aunque el precio fuera el hambre y la depresión crónica. Más tarde supieron que su amigo, el médico Ernesto, se casó en la mismísima Maison y que no invitó a nadie por temor a los comentarios. Unas semanas después la sueca se convenció de que su firma importadora de jarros, tapones de bañadera y coladores plásticos daba pérdidas, porque Ernesto la paseó por los merolicos de toda La Habana haciéndole comprender lo poco competitiva que era la venta de herramientas suecas en Cuba; y así se fue sin decir adiós y las malas lenguas afirmaban que hasta con los clavos de la firma importadora que había representado.
Ernesto no tardó mucho en escribir, y aunque a Remigito y a Elogio no les sorprendió la amargura del médico, sintieron pena por lo que se vislumbraba en las prematuras noches escandinavas, donde su amigo se perdería en las isletas y los canales de Estocolmo al no encontrar amigos, desfiles agotadores, ni costas ácidas, como la de 16. Eso era lo peor: no había Playita 16 con diente perro, besos con sabor a mixtura o ron con olor a precipicio. Estocolmo, lo confirmarían por cartas más tarde, era el colmo de lo que podía sufrir una persona en tiempos de diáspora…
La palabra mágica fue ausencia: Elogio vino en sí cuando una nube de gente le había tapado el sol y uno de los curiosos inclinado hacia él, sonriente, le decía que no se preocupara, que todo no era más que un susto.
[1] Almagro, Francisco. Del libro de cuentos “Odisea, La insular (2001) en Amazon
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