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Arenas Negras (Novela) Fragmento



Llegar o no llegar, esa es la cuestión. Ha sido la némesis de Álvaro. Cuando puede llegar temprano, la hace. Si se retrasa, por cualquier motivo -o por cualquier desmotivador-, recula como el cangrejo; va hacia el comienzo como arrastrado por la resaca, por el mar revuelto y traicionero. La historia de Álvaro y las llegadas es larga. Se inicia en la beca. Si no llegaba a tiempo a la ducha, el jefe de albergue cerraba la llave y se quedaba enjabonado. Si no terminaba la comida al conteo de veinte segundos del instructor de comedor, tenía que botar la bandeja casi intacta. Un día descubrió el enigma del tiempo perdido, y no porque lo hubiera leído de Proust. La tardanza era él mismo. La bobería del tiempo estaba dentro de su ser. La gente se daba cuenta. Y entonces le robaban su tiempo. La escisión entre hombre y circunstancia sin conocer la razón vital. Solo tenía que hacer. Imaginar, después. Menos bobería y más viveza.

Fue el primero en proponerse para monitor de varias asignaturas. Limpiaba el edificio docente después de las clases. Ordenaba la fila del albergue. En el comedor de la beca despachaba los alimentos sin que nadie otorgara mandil alguno. Fue vanguardia en la emulación estudiantil del semestre. Pero al no llegar a tiempo para el concurso provincial de matemáticas -no encontraba la corbata azul y aún no había aprendido a robar- no pudo ser campeón. Todavía debía aprender más del tiempo, del tiempo que a él y solo a él pertenecía por pura gracia o azar concurrente. Aquel fiasco competitivo, ajeno a toda ecuación o solución geométrica lo llevó a un segundo escalón orteguiano: tener a su lado –o de su lado- una persona que ayudara en esas pequeñas sustracciones del tiempo. Persona que, además, estaría atenta para indicarle que ahí, en ese segundo, se escapaba otra oportunidad… tal vez irrepetible.

Por eso hizo un par de amigos en el trío de crecimiento de la Juventud Comunista. De tres, dos. Y lo hicieron joven ejemplar, después militante comunista. Entonces, a seguir aprovechando la circunstancia: secretario de la juventud del aula, del grado, y del secretariado de toda la escuela. Mucho trabajo. Papeles y más papeles. Un amigo le advirtió:

-Cuidado Alvarito, asere, el que a papel mata, a papel muere.

Compitió en el próximo concurso de matemática, asegurándose de que no solo de papeles y chivatazos era él un hombre. Por su integralidad, lo propusieron para el secretariado de la Juventud Comunista de la escuela, y después del Municipio. Buscó una novia-secretaria para llevar las tareas menores, tener las clases al día, y liberarlo, además, de la gravitación de sus glándulas seminales. No era una muchacha bella. Ni siquiera inteligente a pesar de sus espejuelos fondo de botella, habitar un rincón perdido del aula, sin más ruido que el de su lápiz garabateando la libreta. Ni ella misma se creía tan afortunada. Estaba con el mejor estudiante de la escuela. Un potencial miembro del Consejo de Estado, del Partido Comunista, de la embajada en la Yuma el día que la abrieran.

Pero Álvaro solo daba amor puro y duro: la metía en el teatro a no ver otra película que la masturbada que ella tenía por obligación que hacerle cada tres días. Su trabajo era quitar las preocupaciones testiculares de encima a un dirigente de la Revolución, decía él con el cinismo de un adelantado, de un joven políticamente maduro. En raras ocasiones Álvaro le concedió el privilegio de desfogarse en la oficina de la Juventud o en la de la Federación de Estudiantes. No es que tuviera remilgo alguno. Mucha gente tenía llave. Jamás le propuso el coito contra natura para conservar la virginidad, ni el clásico coito interfemoral, antigua pedagogía griega –logos espermaticus-, por temor a una resbaladiza penetración desvirgadora y las consecuentes responsabilidades futuras.

Nadie supo nunca, ni en la beca ni en la universidad, la lucha interna de Álvaro. Un pasado familiar enquistado en su vida como un parásito que le chupaba energía, porvenir. Los padres de Álvaro eran los únicos que se habían quedado en Cuba. El hermano mayor del padre, médico de buena clientela y fortuna escapó en una lancha hacia el Norte sin decir adiós en los primeros días del Triunfo. Suponían que algo grave había sucedido. Los rumores hablaban de complicidad con los gringos y los oficiales del régimen anterior.

De modo que la familia de Álvaro trató de montarse al carro de la propiedad social, de la igualdad de razas, de la libreta de abastecimiento y otras fruslerías revolucionarias. De la puerta de la casa para adentro, lo tradicional: nunca aceptaron la empresa comunista, un negro en la familia –en este caso, una negra, porque Álvaro era único hijo-, la libreta de abastecimiento, la guardia del Comité de Defensa. De la puerta de la casa hacia afuera, como todo el mundo: trabajos voluntarios, horas de trabajo extras, reuniones de la Federación de Mujeres, y donaciones de sangre. Álvaro creció en eso: la escisión del Ser y la Nada, sin saber a esa edad que no todo dependía de voluntad y conciencia.

Era fácil adivinar al joven Álvaro, de padre ingeniero y madre profesora de matemática. Después de calculados intentos de embarazo, sólo quedó encinta el día que el ingeniero, para demostrarle la ley de los vasos comunicantes, hizo que subiera las piernas después de hacer el amor con la cautela de un oso pendenciero.

-Es una prueba. –dijo el ingeniero padre.- Ahora las tubas alcanzaran la refocilación del perímetro oblongoide.

Ella no entendió nada. Pero dejó que le subiera las piernas hasta toparse las rodillas con su cara de pánico, mientras el padre ingeniero eyaculaba una mezcla residual de camarones y vinos portugueses ingeridos en la recepción de la embajada lusitana. Eso explicaba en parte por qué Alvarito, hijo primogénito, protegido, necesitaba amparo y mayorazgo en todas las tareas. Por qué su afición a la física y a las matemáticas, y a la vez, la subida de peldaños sociales de dos en dos y hasta de tres en tres: era una vieja figuración de su etapa prefetal.

Hubo aún más circunstancias que Álvaro no podía modificar. O no hubiera querido, contradiciendo al vitalista. Felo y su padre se conocían desde tiempos universitarios, de la sociedad de ingenieros. En común compartían haberse quedado en Cuba después de tener cómoda posición social y profesional. Álvaro había llegado primero a la hija de Felo, profesor, ingeniero principal de estructura.

-Tantas veces mi hijo hablo de ti, y yo no sabía que eras tú. -dijo aquella vez el padre de Álvaro a Felo, más despistado que el hijo.

Álvaro solo tenía ojos para Ella. En una fiesta de la universidad pidió al profesor Felo que le dejara bailar una pieza con quien lo acompañaba –era sabido por todos que Ella era la hija. Álvaro empezó con el pie derecho, no en el baile, sino en la intimidad de la casa de Felo, el profesor. Mejor le fue a ella, realmente. Aunque otros exploradores habitaron su íntima oquedad al sur del paralelo umbilical, Álvaro tuvo la sutileza de llegar primero al punto donde la estructura de la hija de Felo se desordenó en una reverberación de fluidos esenciales. Por eso Álvaro merece ser protegido. Hay que dejarlo preguntar cosas estúpidas, sin importancia, sandeces.

- ¿Me planchaste la guayabera azul?

- ¿La de mangas cortas?

-No, chica. ¿Cómo me voy a poner mangas cortas si va hasta el ministro de la construcción?

- ¡Coňo Álvaro, eso tenías que decírmelo anoche!

Ella va rápido al closet. Saca la tabla, conecta la plancha a la corriente eléctrica y mientras se calienta, no deja de refunfuñar. Le va a planchar la jodida guayabera. No lo hace por él. Lo hace por la familia, por los muchachos. La inauguración del hotel es importante para todos. Es la obra más grande de su carrera. Y él repite y repite:

-Aquí nos salvamos todos o nos hundimos todos.

Ella guarda para sí el pensamiento fugaz, como una quemadura de la plancha ardiente a cientos de grados: no te podías acordar porque anoche caíste en la cama a roncar como un animal… ni te acordaste que estaba al lado tuyo.

Álvaro, en cambio, sabe que, si no llega a tiempo, puede perder. Es y será siempre su conflicto. Se lo ha dicho al canadiense, un ingeniero que trabaja para la parte cubana. Se llama Jean y apellida Le Clear. Los cubanos le dicen cualquier cosa, hasta Eclear, y él se ríe. Se ríe y sigue vacilando el comunismo, suele decir. Esta vez, por ser una delegación y un hotel canadiense, han pedido Jean que se integre la delegación de su país. Él se ha negado con sus razones.

-Es un fraude, Álvaro, un engaño. El hotel no está terminado.

-Será el primero de la cadena en Cuba. Hay que hacerlo funcionar ya.

-Por eso mismo, Alvarito. Van a echar a perder un buen negocio.

-Oye, Yan, mi socio, no cojas lucha. La delegación de los turistas ya tiene fecha de llegada. Mira, mézclate con los turistas y déjanos a nosotros los cubanos resolver. Aquí lo que hay es que ser el primero, siempre.

Jean Le Clear lleva tiempo en la Isla para saber que Álvaro tiene razón. Llegó siendo un joven recién graduado para un curso de postgrado y se quedó por más de veinte años. Los cubanos no pueden pronunciar bien el nombre en francés. Pero Jean, Yan, Eclear o Le Clear es un tipo suave, no le hace caso a esas menudencias. Lo que sí le importa es su mulata cubana, de carnes firmes y curvas suaves, y que le echó bilongo, como dice la canción, y van por tres mestizos, uno de ellos viviendo en Francia con sus abuelos paternos para sacarlo de la bulla y evitar otro cruce racial en el Trópico.

-Ya está la guayabera azul, la de mangas largas.

Álvaro mira por la persiana. Pronto amanecerá. Se ha hecho tarde. Tiene dos horas para llegar a la Playa. Todavía debe buscar a Jean. El canadiense dijo que no quería ir con la delegación de turismo:

-Es mejor que me les una allí, Álvaro. Es un viaje largo. Van a preguntar muchas cosas.

Jean, Yan o Eclear, prefiere mantenerse callado. Todo en silencio.

-Así, callado, has acabado con la quinta y con los mangos, canadiense. –dice Álvaro a cada rato.

El hotel, lo sabe bien Álvaro, no está en condiciones de recibir turistas. El Ministerio de Turismo había puesto una fecha de inauguración, y el mismísimo comandante Filadelfo Trosca dijo que cortaría la cinta inaugural. El viceministro de la construcción fue el grano ante la negativa de Jean para meterse en la delegación:

-Mira canadiense, tú has vivido y vives aquí como carmelina. No, no me preguntes quién es carmelina porque yo no lo sé. Sígueme. Óyeme y entiéndeme. Este hotel está comprometido para inaugurarse con una delegación de turistas canadienses, de tu gente. Lo único que tienes que hacer es meterte entre ellos. Sí, como te dijo Álvaro, el jefe de obra, colarte entre ellos y decirnos que dicen, que les parece el hotel. Hablando inglés o francés con tu gente, claro, o como te guste más. Mira, te queremos mantener en la plantilla del Ministerio por más años. ¿Entiendes? ¿Me sigues?

Jean, Yan, Eclear, Le Clear, el ingeniero canadiense, asustado, confesó a Álvaro que a lo mejor era hora de regresar a su patria. Y Álvaro, quien no tiene Patria a donde ir, contestó que para los cubanos no había otra opción que la victoria –había aprendido bien el lema en los tiempos de la beca.

-Pero para eso, Yan, para tenerlo todo listo, hay que llegar primero. Ser siempre el primero de los primeros.

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