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Por Francisco Almagro Domínguez
Una nación que pierde a sus ciudadanos por guerra o exilio –al final puede que equivalentes-, pierde su alma. La gente es el alma de los pueblos. Y cuando abandonan el lugar para no volver, o hacerlo de manera temporal, es el país quien más pierde, porque con los idos se van las historias humanas que le dan sentido de pertenencia y referencia; se van las costumbres decantadas generación tras generación; se va el lenguaje, con sus modismos y giros gramaticales; se van su músicas, pinturas, y esculturas; se van la ciencia y la técnica, y la filosofía del vivir, y la teología del morir. Poco importa que en el lugar desde donde se escapa queden rastrojos del lenguaje, artes y cosmologías. Se ha ido su gente. Se ha ido parte de su alma. La Nación se desalma.
Los dictadores en la mediocridad de su ego, y bajo la enajenación del poder absoluto, pierden la perspectiva de que un pueblo sin alma es, a mediano y largo plazos, un pueblo gris, sin futuro ni progreso. Son pueblos cautivos que han perdido la conciencia de sí mismo, de quienes son: la conciencia es la voz del alma; las pasiones, la del cuerpo, escribió William Shakespeare. En su intangibilidad, según los antiguos, el alma no se puede gobernar ni ideologizar. No se domina porque es tan libre como inmaterial. De aquí que los listos romanos evitaban por todos los medios conquistar eliminando las religiones y las costumbres de los conquistados.
Esa lección tan histórica como pragmática parece haberse olvidado con el tiempo. En países como la Nicaragua de Ortega se ha llegado a la trasgresión de quitar la ciudadanía a un nacional. Como si ese acto vil y fuera de época lograra perpetuar el poder que arrebata el espíritu irredento de los seres humanos. Tal deriva totalitaria solo emula con otras más cercanas en tiempos y geografías como la cubana.
El proceso de “des-almación” de Cuba comenzó tan temprano como en 1959 cuando equiparando batistianos represores con opositores pacíficos todo lo que tocara con el pétalo de un bolígrafo, un pincel, o una nota musical la verdad absoluta del régimen quedaba excluido de toda pertenencia de origen. El proceso iconoclasta, como toda revolución, hizo que se confundiese cultura con ideología, razón con compromiso, alma con espíritu –y sus sutiles diferencias. Como le oí decir al cardenal Ortega en más de una ocasión: ese tipo de régimen no admite compartir el corazón humano, lo quiere todo para él.
La nación cubana ha estado así escindida. “Partida el alma”, sería la frase apropiada. Quienes quedaron en el territorio se dieron el derecho de exiliar también toda obra de arte, científica, y técnica con sus autores. No habían existido. No existirían jamás. Y no bastando derribar estatuas y cambiar nombres antológicos, los nuevos dueños del país consideraron las viejas costumbres como “rezagos pequeños burgueses”. Ponerse un traje o una corbata fueron irreverencias cuando no contenciones a todo cambio. El teatro bufo, los chistes y la prensa crítica pasaron a ser de desinfectantes sociales a enemigos mordaces. Y había que combatirlos con denuedo, sin misericordia. Coletillas primero, después, cierres e intervenciones-ocupaciones por “obreros” que obraban en nombre de una mayoría sin rostro, homogenizada, que hacían llamar pueblo.
Pero también en la medida que el exilio crecía, se iba asumiendo como único heredero-tesorero de lo cubano. Y todo lo que retoñaba en la Isla era minimizado, silenciado, puesto en la categoría de mediocridad y salvajismo comunista. Hasta hace pocos años el llamado exilio desconocía la inmensa obra cultural, filosófica, científica de la Cuba que quedó del otro lado. La politización de esa parte del “alma cubana” hizo que se negaran –y aun se niegan- obras e individuos cuyo talento nos salva como nación propia e independiente.
El dilema de la Cuba futura está, entre otras cosas, en unir esos pedazos del alma escindida. La gente que se ha ido de la Isla se ha llevado pedazos de esta. Quienes se quedaron han tratado de alongar el miembro amputado, y en parte lo han logrado. Siempre existirán individuos que por razones personales, o por carácter rechacen lo crecido en una de las dos orillas. Esa reconstrucción de dos mitades que se retroalimentan, ¿será posible? Las almas más grandes son tan capaces de los mayores vicios como de las mayores virtudes, dijo René Descartes.
En estos momentos parece estarse dando un fenómeno complejo y al mismo tiempo enriquecedor. Con la mayor emigración de cubanos de todos los tiempos –cifras superiores a más de medio millón en dos años- la Cuba exiliar y la Cuba insular comienzan a confundirse en una zona mixta, allí donde las ideologías como las matemáticas pierden todo valor referencial. La Cuba insular se desalma; se reinventa una vez más fuera de sus fronteras físicas, lo cual parece más un destino manifiesto que una fuga salvadora. La Cuba exiliar, por su parte, comienza a nutrirse de todas las luces –y también las sombras- de seis décadas de sobrevivencia bajo un sistema improductivo y asfixiante de las libertades esenciales. Los que llegan mucho tienen que aprender de quienes llevan una vida por acá. Los que están acá, deberán aprender que la Cuba dejada, como alma en pena, ya no será más.
Por tal razón quizás lo primero sería devolver a Cuba –enriquecido en las penas y las alegrías- su “alma escindida”. La completa y absoluta libertad de todos los cubanos y sus descendientes a entrar y salir de su Patria sin que medien otras razones que no sean los sentimientos de pertenencia. Ningún proyecto político, económico o legal será posible sin que antes se les devuelva a los cubanos ese derecho, el primero de todos: el sentido de pertenencia a un lugar, a un país, a una nación.
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