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Dictadura y lenguaje (I).


Por Francisco Almagro Domínguez

Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo.

Ludwig Wittgenstein


I

A la pregunta a un recién llegado a Miami que donde se iba a quedar, respondió que en casa de un tío suyo, quien había sido… mercenario de Playa Girón. Traté de corregirle: mercenarios son extranjeros que reciben paga por servicios militares contra otro país. Los invasores de Bahía de Cochinos –donde Playa Girón es solo un pedazo- eran todos jóvenes cubanos que no recibieron ni un solo dólar por ir a pelear contra el gobierno de su propio país. Y le hice una advertencia compasiva: al llegar a esta Habana del Norte hay que aprender a hablar de nuevo; hay que cambiar el chip: las palabras tienen consecuencias, significados, historias y memorias; las de las víctimas y los supuestos perdedores.

Incluso quienes no tienen por el régimen la más mínima simpatía, como la madre de un amigo que vive en la Isla, ha llegado diciendo que la televisión y el radio son imposibles de ver y oír porque “todo lo justifican con el bloqueo, el bloqueo, para ellos tiene la culpa de todo”. Una vez más la urgencia de desmontar la narrativa aprendida para bien de la señora: si hubiera bloqueo, ni ella ni nadie proveniente de Cuba podría entrar a este país; probablemente no comería pollo antes de venir, y el dinero con el cual pago los pasajes, dólares, no volarían a la Isla bloqueada.

Todos los regímenes opresores, dictatoriales, desde los matrimonios, las familias, hasta empresas y países crean unas historias dominantes u opresivas con sus propias palabras y neologismos. Neolengua. En el Siglo XX varios lingüistas, filósofos y psicólogos estudiaron el tema tras el surgimiento de los sistemas totalitarios de derecha e izquierda, fascista y comunista. Hay al menos dos condiciones básicas para que la sociedad totalitaria logre imponer su propia narrativa, y los individuos no solo no busquen información alternativa pues no pueden, sino que acepten sin ninguna duda toda la información dada como verdad absoluta.

La primera condición en una dictadura personal, familiar o social es el control poco más o menos total de los medios de comunicación y la enseñanza. La información tiene un solo emisor, un solo lenguaje. No puede haber dos mensajes que se contradigan, incluso que usen palabras distintas para nombrar una misma cosa. La otra condición es bloquear –este es un bloqueo real- toda información o lenguaje alternativo. Atrapado el individuo en una especie de apartheid comunicacional, no puede hacer otra cosa que aceptar la información que recibe aun cuando la realidad le está comunicando algo completamente distinto.

Este “ajuste” del cerebro humano a la dicotomía discurso-realidad se llama reordenamiento cognitivo. Imaginemos entonces que en los dos ejemplos citados al inicio ha habido un proceso de (de) formación del lenguaje en función de construir una “realidad” distinta a la verdadera. Sin embargo, lo peor de la narrativa opresiva, dominante, en sistemas dictatoriales son las conductas y los –malos- sentimientos y conductas que generan en los individuos. Es así que al tildar a los opositores de mercenarios, o sea, pagados por una potencia extranjera, además de mentir en muchos casos, anulan el mensaje atacando al mensajero, y evocan en el receptor –el pueblo- resentimientos y odios que catalizan en los llamados actos de repudio. El repudiometro es directamente proporcional al significado que en el lenguaje tenga la palabra para cada individuo.

Algo parecido sucede con la palabra bloqueo. No tiene el mismo significado moral la palabra bloqueo, que desde la antigüedad es sinónimo de cerco asfixiante, a embargo. Si a cualquier hijo de vecino le preguntaran por la necesidad de quitar el bloqueo a Cuba diría que sí. La palabra bloqueo es muy fuerte. Fea. Pero si se le explica que la Isla comercia con el país bloqueador, que la tercera parte de las divisas con las cuales sostiene su economía vienen de allí, y que hay vuelos diarios entre el bloqueado y el bloqueador, entonces quizás cambiaría bloqueo por embargo. Un embargo es una medida totalmente ética y justa, aplicable contra quien no paga o roba. La misma persona pudiera cambiar su mapa cognitivo y aceptar la necesidad embargar a aquel que no cumple con sus compromisos. Por supuesto, que funcione o no el embargo, y el por qué y para qué son otros temas.

Para que las palabras o neolengua dictatorial sea efectiva, produzca conductas y emociones deseadas –rencores y odios, ofuscamiento, lealtades fatuas- es importante que la narrativa tenga un tiempo, un espacio y un ordenamiento capaz de transformar la historia – y al hombre como destinatario- en un ambiente opresivo y del cual no puede escapar.



II.

En un discurso opresivo lo primero que tenemos es un tiempo detenido, congelado. Lo que sucedió hace sesenta años tiene vigencia en el presente. Los sucesos que tienen algún valor referencial están en el pasado. Nunca hay una lectura crítica, dinámica de esas historias referenciales. Hacerlo significaría introducir ruidos que pondrían en duda el presente y el futuro. Hay un ejercicio que por su importancia podría adquirir la categoría de pedagógico: tome usted cualquier publicación cubana de los últimos sesenta años y compare las noticias y los discursos de entonces con los de ahora.

Facultad de Filosofia. Harvard University. Boston.


La noticia o el discurso podrían haber sido hechos en 1962 o 1972, o 2022, salvando, por supuesto, las necesarias distancias. No habrá repaso a la historia de fracasos sino de supuestas victorias presentes y futuras.

Otro elemento de narrativa opresiva es el uso excesivo de sustantivos y adjetivos invariables y la generalización como método de uniformar el pensamiento. El lenguaje dictatorial pocas veces admite diferencias. Los países enemigos son descritos de manera estática, y sin hacer distinciones: malos y buenos. Y por supuesto, los buenos están del lado quienes escriben o educan. Las etiquetas, que son adjetivos, funcionan aquí como roles: el gusano, el compañero, el que viaja, el dirigente, el mercenario… No menos importante, es el uso de sustantivos como etiquetas. Un gracioso incidental: en la ciudad de Miami han creado un equipo de softball para veteranos que se hacen llamar Gusanos. Llevan en sus camisetas el apelativo que todavía se usa contra quienes no comulgan con el régimen.

La historia como parte de la narrativa ideológica es siempre lineal, nunca circular, nunca equívoca. En el discurso hay una cadena de hechos cuasi providenciales, místico-religiosos que mezclan fantasías con realidades, y que negarlos es como cometer un pecado de lesa espiritualidad comunista. Esa construcción ahistórica no salió del Comité Central, sino de las primeras imprentas en 1959. Basta revisar las revistas Bohemia de ese año para comprender que el pecado original ya venía de la república, acostumbrada a ensalzar a los ganadores y hacer talco a los perdedores.

Otro elemento del lenguaje opresivo es la descontextualización de los hechos. Hay pocas cosas más paralizadoras que obviar el contexto en cual se produce o se dice algo. Cada suceso o discurso tiene un lugar y un tiempo, y no vuelve a repetirse. Hacer creer que las cosas son siquiera parecidas a lo que eran hace apenas diez años, además de mentira es condenar al ser humano a permanecer en la inacción. Ese es un elemento de peso al evaluar el llamado Continuismo como falacia, embuste. No se puede continuar algo que pertenece a un contexto, y que fuera de él no tiene relevancia. Es una verdad desde los tiempos de Heráclito: no gobernarás dos veces al mismo pueblo… sin el apellido Castro.

De igual modo el discurso del totalitarismo, y sobre todo su pedagogía, se basa en hacer interpretaciones de la realidad o de lo que dicen es la realidad, pero nunca descripciones reales de los hechos. Los amanuenses publican lo que quiso decir fulano, no lo que dijo y por qué lo dijo. Tal vez por esa razón disgustaron tanto las homilías del papa Juan Pablo II, y sobre todo la de monseñor Pedro Meurice. O el discurso del presidente Obama. O la olvidada disertación de Jimmy Carter en el Aula Magna de la Universidad. Todos esos discursos tuvieron que ser publicados sin interpretaciones. Después vendrían las exegesis –interpretación teosófica- del Órgano Oficial del Partido Comunista, y las réplicas a cargo de los medios de comunicación provinciales.



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