EN POCAS PALABRAS
- Francisco Almagro

- 13 nov
- 5 Min. de lectura
El Escritor y el Silencio (III)

Por Francisco Almagro Domínguez
La ciudades suelen hablar a los escritores. Es un lenguaje que solo ellos entienden, que captan con sus aditamentos especiales; vibras enigmáticas cuyo fluir en los ambientes citadinos enciende en los creadores lo que algunos llaman inspiración, otros codicia, y lo común a todos, la necesidad del legado. Las ciudades, como los seres humanos, tienen carácter, palabra que deriva de la palabra cuño. Aunque podrían parecer los parques, las calles, los árboles y las gentes similares a otros lugares, para los escritores cada una tiene “lo suyo”. Cada pálpito atenaza de manera diferente. Porque la ciudad hace al escritor, y el escritor devuelve a la ciudad la inmortalidad de sus memorias.
Pero hay ciudades como cementerios para escribir. A pesar de que el artista lleve consigo la urgencia del exorcismo literario, las urbes funerarias son pausas para ovillarse sobre sí mismo, releer y revisar manuscritos. Casi nunca una ciudad camposanto es un lugar apropiado para componer algunas páginas, no solo porque a los muertos no los dejan salir del cementerio, diría el poeta Antonio Machado, sino porque al final la cuartilla parece tan vacía como los “malls” de pirámides de cartón, plásticos soldados de terracota, la caverna de un redivivo Platón, vivir y morir en la filosofía de las apariencias.
En cambio, hay lugares donde todo fluye, invita a escribir. Se forja un vínculo entre el autor y la ciudad tan estrecho que es difícil separar uno del otro. ¿Qué hace a Paris, Buenos Aires, Madrid, Nueva York o La Habana ciudades literarias? ¿Qué energía sale del zócalo mexicano, de los adoquines de la Catedral de La Habana, el muro del malecón, del elegante Upper East Side y el ZoHo? ¿Es la vida de los cafés, librerías, tertulias, teatros y amaneceres no tan apacibles lo que ha sido atractivo para tantos escritores por generaciones? ¿Podríamos pensar en ciudades como alcázares medievales donde se decanta el “anima existencial” de los pueblos y solo los grandes de la pluma pueden percibirlo?
Una cosa parece ser cierta, común a casi todos los escritores de la modernidad: son ellos y su ciudad, no su circunstancia, parafraseando al vitalista. No se llega a comprender la literatura de Jorge Luis Borges hasta viajar, en la mente al menos, al barrio de Palermo: “En aquel Buenos Aires, que me dejó, yo sería un extraño”. No entenderíamos la psicología del mexicano si no nos paramos sobre las ruinas del Teocalli, y el poeta y ensayista Octavio Paz, Premio Nobel de Literatura, nos habla del Tenochtitlan sepultado por las blancas lozas coloniales. Casa grande/ encallada en un tiempo/ azolvado. La plaza, los árboles enormes/ donde anidaba el sol, la iglesia enana / su torre les llegaba a las rodillas”, escribió “Pasado en claro”.
En América Nueva York es un gran centro cultural-literario. La sensación del ciudadano de a pie al entrar a Manhattan por uno de sus emblemáticos puentes es que se convierte en parte de su historia; entra como un personaje en la película de su vida. Es como si la energía que brota de sus intestinos nos llevara al set de la serie televisiva protagonizada por Linda Hamilton y la bestia felina encarnada por Ron Perlman. Basta recorrer Broadway para leer en los carteles de los teatros a las grandes figuras del cine y la televisión trabajando en musicales, dramas y comedias. O visitar museos de todo tipo, hasta el medieval Cloister, traídos los muros de Europa, piedra a piedra, por John D. Rockefeller.
Para orgullo de los cubanos, el poeta y periodista José Martí, compuso la mayor parte de su obra en la llamada Gran Manzana. ¿Qué impacto emocional habría tenido en el Apóstol observar cómo se levantaban puentes y rascacielos, elecciones partidistas y huelgas obreras, descrito todo en Escenas Norteamericanas? Las crónicas abarcan cinco tomos, 284 trabajados publicados en la prensa de la época. Por cierto, se ha querido minimizar la admiración de Martí por la Nación de Whitman y Lincoln, a quienes dedicó bellas letras. José Martí no transpiraba antinorteamericanismo. Admiraba la libertad del vecino del Norte, con sus luces y sus sombras. Criticaba, eso sí, desde su espíritu liberal, democrático y masónico el individualismo, la idiosincrasia clasista y racista herencia del colonialismo inglés.
Paradójicamente, en casi ninguna de las ciudades mencionadas el silencio es el distintivo. Todo lo contrario. Y en eso la Ciudad de México se lleva el premio gordo con 22 millones de habitantes gravitando en un valle rodeado de montañas, custodiado por los volcanes Iztaccíhuatl y Popocatépetl. Urbe ruidosa a toda hora, casi siempre cielo gris, y personas por todas partes. Y sin embargo “et tamen scriptum fit” -y sin embargo se hace escritura-, diría el Heliocéntrico sin temer a La Hoguera de las Vanidades. Algo especial que hizo a dos premios Nobel vivir y escribir en ella. Quizás porque con la opulencia humillante convive la pobreza cruel. La ciudad de México es quizás una de las pocas ciudades de la Tierra en la cual dos hombres, un abogado de traje carísimo come un taco al pastor en un carrito de fiambres junto a un payaso de semáforo que hace lo mismo. A pesar de esas antípodas sociales, las bibliotecas, librerías, museos, y cafés están llenos de artistas, poetas, ensayistas y gente común.
La Habana, hoy tragada por la desidia y el abandono, parece todavía el lugar que inspiró a Cirilo Villaverde escribirla desde la helada Nueva York, recordarla calle por calle, plaza por plaza, en Cecilia Valdés o La Loma del Ángel. Es la misma Habana que nunca abandonó Lezama Lima, en su poltrona de caudillo de las letras en Trocadero 162, desde donde dictaba catedra a los muchachones de Orígenes. La Habana es La ciudad de las columnas de Don Alejo Carpentier, quien a pesar de vivir en Paris y haber viajado medio mundo, regresaba a la capital cubana, porque era, decía, volver a ser un escritor solidario en vez de un escritor solitario. Fue la Habana de Caín, con cientos de cines, bares, casas de cita, bodegas y palacetes, y que el “otro”, premio Príncipe de Asturias, Guillermo Cabrera Infante, recordaría con nostalgia desde su refugio londinense.
La Habana, la ciudad que conocimos, no se queda atrás en el ruido que provoca los silencios creativos. Así como está, descuidada, en ruinas, habita en ella la vibra intransferible que provoca amarla, narrarla. Si ahora parece silenciada y silente es porque duerme. Está en pausa fecunda. Es la anestesia de los inviernos. Pero nada ni nadie es dueño de las primaveras.




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