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EN POCAS PALABRAS

  • Foto del escritor: Francisco Almagro
    Francisco Almagro
  • 4 nov
  • 5 Min. de lectura

Últimos días de la Hacienda

El Escritor y el Silencio (I)

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Foto Unplash


Por Francisco Almagro Domínguez

Un amigo músico decía que después de oír la armonía de Sindo Garay quedaba sin fuerzas para componer. Tal era el choque del trovador en su mente sonora; un embrujo que el pentagrama se le hacía copia trillada, imitación de algo  compuesto por otro, ya en el firmamento de la inmortalidad musical. Debía dejar pasar el tiempo para volver a tocar la guitarra; olvidar la enormidad armónica del músico centenario, autodidacta. Después irse a un sitio solitario, captar el dictado que habla a los compositores desde el “Más Allá” para emborronar cinco líneas horizontales.   

De la misma manera, otros artistas y escritores creen recibir esas “señales” que flotan en el Universo, y que solo ellos pueden percibir. No puedo olvidar la dedicatoria de la escritora Alice Walker en la novela El Color Purpura a los espíritus que han acudido a la cita para conformar la obra. Para seguir la idea del amigo músico, los creadores podrían tener como una antena que capta ondas especiales, y son llevadas a notas musicales, palabras, imágenes. La función del artista es ponerlas en orden para hacerlas leíbles, oíbles, visibles al ser humano. Mientras para el común de los mortales hay historias inconexas, ruidos e intrascendentes formas y colores, el creador ve en cada mensaje la oportunidad de hacer algo único e irrepetible. 

En el caso de los escritores en particular, la materia prima es la vida misma, incluso cuando de ciencia ficción se trata. El escritor es un lector que crea su propio universo; una isla que invita a los lectores a sus costas, y los hace penetrar en un laberinto de donde será difícil escapar aún con el hilo de Ariadna como guía. La  “conexión” del escritor con el público parte del hecho de que ambos buscaran la salida. Sin tal confabulación de intenciones y metas, la novela, el poema, el ensayo y el drama serán abandonados por el lector en las primeras páginas.

Pero suele suceder a todos los creadores, y en especial a los que escriben, que ciertos golpes emocionales los “secan”; paralizan sus antenas receptoras del encargo cósmico. Hemingway decía haber encontrado el antídoto a semejante estado vegetativo: trabajar todos los días, como cualquier artesano o alfarero en la fragua. Que la inspiración lo sorprendiera trabajando. Así, aseguraba, se forja el oficio; se mantienen a punto los instrumentos. Llevaba la cuenta de las palabras escritas por día, que no pasaban de medio millar. Lezama Lima aconsejaba algo semejante; un par de cuartillas diarias; al final del año, echadas en un ancho sombrero de mujer, habría un buen tomo. En ambos casos, la presión de editoriales y colegas era una extra del que pocas veces hablaban. De haber trabajado con esa disciplina ambos hubieran escrito mucho más. A no ser que, como solía recomendar el norteamericano, saber escribir es saber tachar.

Borges, con su humor argentino, dijo que se asombrarían al publicar sus obras completas por cuán poco había escrito. De ese modo dejaba al buen entendedor una máxima de la buena literatura: escribir no es asunto de cantidad sino de calidad. Aunque una no excluye la otra. En esa línea de poquedad escritural con grandeza creativa la lista es larga; sobresalen Kafka, Juan Rulfo, Saint-Exupéry, Salinger.

Tenemos en Cuba el ejemplo de un gran narrador, probablemente el mejor cuentista, quien llegó a denostar del oficio. Lino Novas Calvo poco más o menos dijo que la literatura era una pérdida de tiempo, un oficio además de mal pagado, mal comprendido. Nacido en España y naturalizado en la Isla, tuvo una amarga experiencia en la Guerra Civil española, y su “pozo” literario se secó cuando parecía más acuoso. Siguió trabajando como editor y corrector de estilo, como una gran estrella deportiva, retirado de las luces para trabajar en las sombras.

¿Qué hace que los escritores en cierto momento de sus vidas opten por el silencio? ¿Acaso la realidad es tan fuerte, desgarradora, que contar se vuelve literalmente inenarrable? Olvidando las censuras, interior y exterior, ¿qué impide a un escritor “captar” la señal reverberante sobre el “radar creativo”?  

En la Isla contamos con quienes optaron por el silencio autoinducido. Lo han llamado Insilio porque los autores no abandonaron el país. Pero la obra permaneció oculta, invisible, acaso reducida a reimpresiones en el exterior, como el caso de la poetisa Dulce María Loynaz. Y están aquellos a los que impusieron el silencio. Lo aceptaron como si se tratara de una expiación de culpas; era su convicción que un día el Santo Oficio Involucionario los regresaría al panteón de la cultura cubana.

El exilio cubano, que también ha sido prodigo en grandes obras y escritores, permanece en silencio prudente. Solo contados historiadores y ensayistas han tenido alguna relevancia. La poesía de la diáspora cubana, en otra época tan importante, apenas existe. Los días de la llamada Generación del Mariel apenas se recuerdan. Fueron herederos de la mejor tradición literaria, y llevaron encima los “palos que le dio la vida”; sus obras respiran desencanto, frustración en las “dos orillas”. El caso más notorio es el de Reinaldo Arenas, quien alcanza en el exilio su definición mayor. El gran desconocido es Guillermo Rosales, un narrador excepcional cuya obra, breve, termina siendo un silencio como un grito que se ahoga en el suicidio.            

Hay un tercer tipo de escritores “mudos” para los cuales el momento actual es tan ilógico y el final posible parece tan apocalíptico, que la ética y la estética “prohíben” hilvanar una cuartilla decente. Hasta la comedia del absurdo, tan profunda en la piel de la Involución cubana, resulta trágica. No habría otra forma de narrar como no fuera en el tono descarnado, sencillo y al mismo tiempo angustiante del llamado realismo sucio en tiempos del llamado Periodo Especial. La maestría de narradores como Pedro Juan Gutiérrez, Amir Valle y otros autores serán los mejores libros de historia para conocer los días de la bicicleta por todas partes, la avitaminosis carencial, el jineterismo, el apagón ocho por ocho y el éxodo de Guantánamo.         

Hoy es aún más difícil narrar la procesión donde se lleva la gorra del Difunto Líder como si se tratara de la reliquia de un santo. He visto niños en ofrenda de flores a Camilo en un vertedero lleno de agua en una escuela. Observado el ritual supuestamente taíno donde danzan, bailan y cantan mestizos y blancos, ninguno con sangre aborigen, pidiendo prosperidad como si estuvieran en la plaza del  Zócalo. He oído hablar de victoria frente a un ciclón devastador y compararlo con el triunfo diplomático sobre un bloqueo que permite entrar miles de millones de dólares del bloqueador. Es difícil crear historias y versos edificantes cuando no hay gasolina para el transporte público, y hay combustible para ir a marchar en contra una guerra a miles de kilómetros del país; o saber que las plantas eléctricas envejecen, se rompen, no funcionan, y las ciudades se apagan mientras se alza sobre la ciudad en ruinas un rascacielos desafiante del buen urbanismo, y siguen construyendo hoteles en Varadero, la mayoría semi vacíos.     

¿Cómo se puede escribir viviendo así? Incluso fuera de ese manicomio, ¿es posible contar algo constructivo, bello, sintiendo tanto dolor ajeno? ¿Acaso el silencio, suerte de luto interior, es lo único que queda para ofrecer a Cuba? ¿Cómo se enfrenta un articulista a la cuartilla en blanco para mentir, ocultar y tergiversar, sabiendo que otros conocen los hechos, saben toda la verdad?  

Ante tal absurdo y la Hacienda casi en tinieblas, el historiador latino Curcio diría:  “!cuidado, los ríos más profundos son siempre los más silenciosos!”.

 
 
 

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