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El duro oficio de la resiliencia.



Por Francisco Almagro Domínguez.

En la famosa película Alíen (Ridley Scoot, 1979) uno de los personajes explica por qué el monstruo que se les ha colado en la nave es tan peligroso: el animal puede adaptarse con rapidez a cualquier ambiente y reproducirse. El personaje no habla de los hombres, quizás los animales mejor adaptables de toda la Creación. Debido a lo que llamamos conciencia, el ser humano puede enfrentar circunstancias disímiles, y también provocar daños a sus semejantes. De la misma manera, conscientemente, los hombres pueden dar inconmensurables muestras de amor como entregar la propia vida para preservar la de los demás.

Esa capacidad de adaptación ha hecho que se pueda vivir en cualquier parte de la Tierra. Incluso estar trabajando para colonizar otros planetas. Hace un par de décadas la habilidad humana para enfrentar hostilidades, superarlas, y volver a ser funcionales ha sido llamada resiliencia. Resiliencia es una apropiación de la física de los metales. Significa que determinado material puede ser sometido a una fuerza, cambiar la forma, y después regresar a sus características iniciales.

Aplicado al ser humano, la resiliencia indica la capacidad de cada persona para superar traumas, migraciones, desastres naturales, pérdidas de seres queridos, y otros eventos vitales significativos. La resiliencia es diferente en cada persona. No sigue un patrón común. Hay individuos con mayor o menor resiliencia. No solo depende de la personalidad, la inteligencia emocional o la magnitud del trauma, aunque tales factores influyen en el fenómeno resiliente. La familia y la sociedad toda son, además, contextos en los cuales la persona encuentra refugio y apoyo para usar sus armas resilientes.

Utilizando este marco referencial, podríamos analizar la migración como un suceso que pone a prueba la capacidad resiliente de las personas. En el caso cubano, el tema ha sido abordado durante años por estudiosos de la Isla y en el extranjero, específicamente, en la Universidad Internacional de La Florida, y en la Universidad de Miami. Es comprensible. La emigración cubana en las últimas seis décadas ha puesto al sur de la Florida en el mapa mundial. La llamada ciudad mágica es la base de cruceros más grande del mundo, el aeropuerto es uno de los primeros de carga comercial, y en sus rascacielos y palacetes viven muchos artistas y personajes del deporte y la cultura universal. La inevitable politización del tema ha restado seriedad al hecho de que acá vive el 10 % de los cubanos y sus descendientes. Magnificarlo u omitir el detalle es pecado de lesa cientificidad. Cualquier presente y futuro de la Isla sin Miami en absurdo, imposible. Algo así como Nueva York para boricuas y dominicanos.


Escaleras al Cielo. Aeropuerto "Jose Marti"

No todo el que se va de Cuba es un “refugiado político”. No todo el que permanece en la Isla es afecto al gobierno. Es importante aclarar este punto pues aquí se bifurcan los caminos migratorios. Todos los que salen a residir en el extranjero lo hacen para mejorar sus vidas, como sucede con el resto de los migrantes. Pero que “les vaya bien”, “les ha ido mal”, incluso, “ni les va” siempre tiene implicaciones políticas. Es una suerte de referendo existencial sobre apoyar a uno de los dos bandos en pugna. Los expertos en el tema dicen que las oleadas migratorias a los Estados Unidos, donde vive más del 70% de la migración cubana después de 1959, son distintas tanto por sus motivaciones como por su idiosincrasia. Téngase en cuenta que los pequeños que salieron en los sesentas hoy son abuelos. Sus hijos y los hijos de sus hijos tendrán apellidos latinos, comerán cerdo asado en Nochebuena y no pavo, pero piensan como norteamericanos.

La capacidad resiliente de los nuestros, y en general de los caribeños, es alta. Podrían adaptarse a vivir en cualquier lugar y bajo cualquier circunstancia. Una explicación es que los caribeños son como una metáfora de su clima. El Caribe es la sucesión de estados climáticos cambiantes. A lo cual habría que sumar que lo que conocemos como Caribe podría ser el mediterráneo de América. Allí se mezclaron culturas y saberes de todos los imperios y rincones de la Tierra por varios siglos. El Mar de las Lentejas, Antonio Benítez Rojo dixit. Uno de los más grandes hagiógrafos de José Martí, Jorge Mañach, nos describió faltos de una tercera dimensión o profundidad en su famoso y nunca obsoleto ensayo Indagación del choteo. Podemos nosotros pasar del llanto a la risa a la misma velocidad que un aguacero desaparece para dar paso a un Sol que raja las piedras. En minutos olvidamos que lloramos y nos mojamos cuando la risa y el Sol asoman en el horizonte. Esa ausencia de un clima estable, de asideros emocionales firmes se refleja en la personalidad y en el modo de hacer de los hombres y mujeres del Caribe. La ductilidad para sufrir esos palos que te da la vida, y volver a sonreír hace que el concepto de resiliencia alcance en las Antillas su mejor definición.

Recuerdo estar en una playa de Cartagena de Indias durante un congreso, y un grupo de colegas españoles disfrutaban las aguas claras y la arena fina de ese lugar, tan parecido a La Habana en su muralla y fortines, diseñados por el mismo arquitecto. En un segundo, toda la playa se oscureció. Bajo rayos, truenos, y un aguacero descomunal, los de la Madre Patria salieron corriendo a meterse debajo de las sombrillas. Coincidimos en aquel refugio frágil. Uno de ellos comenzó a vestirse para regresar al hotel. Le dije que no lo hiciera. Todo pasaría en breve. Con la misma fuerza con la cual la lluvia y los truenos estropearon la diversión, saldría el Sol de nuevo. En efecto, poco tiempo después el Sol disipó la oscuridad. Los colegas me miraban con asombro: el cubanito era un meteorólogo intuitivo o un adivino infiltrado en la Academia.

Si bien la resiliencia es positiva, curadora de traumas, tiene un lado flaco, diría que fatal. Y tiene que ver con la adaptación misma. Según Heráclito, no nos bañaremos dos veces en el mismo río. Ni el río ni nosotros seremos los mismos. Es parte del dilema de muchos compatriotas cubanos al venir a los Estados Unidos. La emigración siempre es un parteaguas. Un antes y un después. Hay personas que quieren seguir viviendo en Miami y en La Habana al mismo tiempo. Eso no solo es imposible. Es ilógico. Es esquizofrénico -es decir, tener la mente escindida, partida en dos. Además, es poco práctico: nunca se tiene ni uno ni lo otro. Tal es el dilema de la infidelidad asumida. Al estar con la amante, se extraña la esposa, y viceversa. Al final, no se sabe en qué cama descansan los huesos.

Ser resiliente es necesario, para iniciar el camino, o mejor dicho, para aprender el oficio de emigrante. Como todo oficio, tomará tiempo, y habrán experiencias negativas y positivas. Pero llegará el momento de hacer cambios radicales, desaprender algunas cosas y aprender nuevas. El paso a otra cualidad mental migratoria demanda el rompimiento, por lo menos parcial, como todo lo que esa persona ha sido. Emigrar no es una novela. Cada migrante tiene el derecho –y el deber- de nacer. Es curioso que los cubanos, en Miami, dicen que tienen dos fechas de nacimiento, la cubana y la norteamericana, o sea, el día que por vez primera pusieron los pies en esta tierra.



La Puntilla, desde Malecon.

Las causas de los fracasos por no desaprender y aprender nuevas reglas son varias. No oír a los emigrantes viejos, o a los viejos emigrantes, es una de ellas. Creer que en los Estados Unidos nadie vigila porque no hay C.D.R es otra. Y la peor es pensar que los yanquis son bobos, y que por ser cubanos somos más listos que el Tío Sam. Tengamos en cuenta, por ejemplo, que casi nadie Cuba sabe lo que es una tarjeta de crédito. El banco “te da un filo”: dispones de 10,000 dólares para gastos. El novato emigrante se lanza de cabeza a la tienda porque toda su vida ha añorado ese par de zapatos, una computadora, el reloj de tal marca. Lo que no sabe es que cobran intereses de acuerdo con lo gastado. A mayor uso del crédito, mayor interés. Otro compatriota ha soñado tener un automóvil. Es fácil. En el concesionario alguien ayuda con el crédito, y por una suma pequeña, se puede oler esa fragancia a automóvil nuevo, del año. Cada mes se pagará una cuota, que suele ser alta para los recién llegados. Si falla en los pagos, confiscan el vehículo. A nadie le importa si usted perdió el trabajo. Y lo peor es que una reposición de automóvil va al crédito, el C.D.R. de los Estados Unidos. Un crédito malo es como el hombre del frac: te sigue a todas partes. No se puede conseguir ni quien fie un par de patines.

Emigrar a otro país como los Estados Unidos, es aprender el idioma. Eso es otro cambio no resiliente. Al norte de Miami, cincuenta millas, casi nadie habla español. Hoy los hijos y los nietos de los cubanos nacidos acá hablan poco y mal castellano. Desgraciadamente, a veces esos chicos son los primeros, quien sabe por qué raro mecanismo de sublimación o simple pedantería, de decir que no entienden el inglés chapurreao que los recién llegados hablan. El idioma es un cambio significativo porque como enseñaba el marxismo-leninismo, es el envoltorio material del pensamiento. No se habla inglés, francés o ruso. Se piensa y se actúa en inglés, en francés o en ruso. El idioma es poner un chip distinto en la mente y en las emociones. Hablar inglés es comportarse en inglés –no exagerar a lo Sting: un caballero inglés camina, nunca corre. Mi hijo más pequeño, crecido en este país, en el Miami nuestro de cada día, frente a puertas de enter y exit siempre escoge para entrar la primera. Su padre, llegado tarde a estas tierras, entra por la que quede más cerca. Por supuesto, su padre choca con las personas que salen -si son americanos, miran un bicho raro- y tropezar con los carritos cargados de comida, y decir sorry, disculpe, todo el tiempo. Este hijo mío tiene una frase desde muy chico que a mí me encanta: Pipo, América tiene carteles. Y cuando su padre arma algún mueble o equipo, y sobran dos tornillos y una tuerca, dice: Pipo, coge el mapa que para eso lo pusieron ahí.

Entrar como emigrante a un país no latino, significa hacer cambios a veces dramáticos y prepararse para asumir las conductas de personas con otra educación, tonos de voz, gestos, palabras. En México y toda Centroamérica suelen hablar bajito y despacio. A los cubanos nos preguntan si estamos molestos porque gritamos al hablar. Si dos cubanos conversan en una esquina, un mexicano preguntará por qué pelean. Gesticulamos de una manera que parece agredimos al interlocutor. Tenemos en esa impronta resiliente la contradicción de ser virtud y a la vez gravamen. Virtud porque como diría un cubano de buena cepa, echamos pa’lante donde quiera y como quiera. Carga fatal, porque al adaptarnos fácilmente nos convertimos en apocamiento y mediocridad rápidamente. Hay que romper con el gueto, que es cómodo, pero es gueto al fin. Asombrará a muchos saber cuántos cubanos que visitan a sus familiares en Cuba llenos de prendas y maletines repletos -comprados en los chinos, a precios de remate- viven al día, en un eficiency y andan con la misma ropa toda la semana. No es pecado pensar en Cuba a diario cuando se tiene un padre o un hijo allá, sabiendo que carecen de casi todo. Pecado es volver sin necesidad al sitio donde la persona fue maltratada, o se sintió fuera de lugar, y enseñar lo que no se tiene. Como escribió Martí a María Mantilla: que el búcaro no sea más que la flor, porque el que tiene mucho adentro necesita poco afuera.

¿Puede un futuro emigrante prepararse antes de salir y ser exitoso, es decir, insertase en otra sociedad para tener una vida decorosa él y su familia? Sin duda. La emigración es una decisión seria, con consecuencias a mediano y largo plazos. Vivir fuera de la Isla no es una fiesta innombrable por muy bien que se viva o simule vivir. Emigrar es un oficio duro, que debe aprenderse mucho antes de ingresar a la escuela exiliar. Debe leerse sobre el lugar al cual se irá, conocer sus costumbres, valorar los trabajos posibles y si se habla otro idioma, aprender lo básico desde la Isla. Quien emigre pensando en los automóviles, las casas lindas con piscina, y los zapatos de marca tiene garantizado el fracaso, o al menos una larga vida de resiliente. Se cambia de lugar para mejorar. Esa mejoría comienza, primero, dentro de uno mismo. Los karatecas rompen tablones y ladrillos porque su mente ha puesto el foco de impacto más allá de lo que ven sus ojos. Si se quedan a nivel de la tabla o el ladrillo, lo que se parten es la mano.

Otro asunto frustrante, y que dilata la inserción del migrante cubano, exageradamente resiliente, es creer que servicios como la salud y la educación son derechos y el Estado debe asumirlos. Es bueno, dentro de la preparación previa, entender que ambas actividades son deberes, en primer lugar, de la persona consigo misma. Todo hay que pagarlo. Lo que la persona aprenda o no, es un problema suyo. La educación primaria, secundaria y bachillerato están garantizadas. Pero de ahí en adelante cada cual debe asumir los gastos. Lo mismo sucede con la salud. Hay un nivel de atención universal, primario. Todas las urgencias son atendidas. Nadie muere por no ser visto en un hospital. Después llegará el recibo. Se debe hacer un arreglo de pagos, que a veces es muy generoso. La salud de cada uno es un problema personal: hay que hacer ejercicios, no fumar y comer sano para no caer enfermo, lo cual podría significar un hueco financiero familiar. Porque los médicos y los maestros deben cobrar sus servicios de acuerdo con su prestigio y profesionalidad. No es igual ser operado por el mejor cirujano cardiovascular del mundo que por aprendiz. No es igual recibir clases de física por un Premio Nobel, a tener delante un muchacho recién graduado como profesor emergente. Los profesionales tienen derecho a una vida decorosa y no vender rositas de maíz y pizzas para poder sobrevivir. Eso no solo es denigrante. Eso va contra la calidad de la enseñanza, de la medicina y de cualquier actividad intelectual.

Aun en Cuba nos visitó un amigo de la familia que residía en Estados Unidos por varios años. Ingeniero agrónomo, al inicio había conseguido trabajo en un central de la Florida –la Florida produce hoy más azúcar de caña que toda la Isla. Contó una historia aleccionadora. Fue contratado para trabajar en el almacén del ingenio. Una tarea fácil, muy por debajo de su calificación: limpiar y engrasar las herramientas usadas en la jornada. Él, quien diseñó complejos equipos para la agricultura cubana, no se sintió disminuido, sino que limpió en menos de una hora todo aquello. Al terminar fue a buscar al manager, un gringo viejo de esos que no chillan. El mánager vio aquello limpio y ordenado como un crisol, y cuando creía que lo iba a felicitar, sin decir nada, el mánager tiró abajo cajas de herramientas y equipos, y sobre ellas vertió aceite. En un inglés entendible, dijo: aquí te pagan por hora, no por trabajo terminado; si le enseño esto al jefe te pagará una hora y buscará a otro. Así que comienza de nuevo y que te dé para ocho horas de trabajo.

El amigo, agrónomo, concluyó con una frase que no he olvidado en treinta años: irse de Cuba a cualquier país es como una semilla que siembras. La semilla se pudre debajo de la tierra. Muere. Solo de esa manera puede nacer una nueva planta. Hay que morir para volver a nacer.

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