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EN POCAS PALABRAS

La Biblioteca de Abel.  


Foto Unplash


Por Francisco Almagro Domínguez


Mudarse o hacer una reparación importante en casa requiere doble esfuerzo; acostumbrarse al desorden por un tiempo, e intentar el orden anterior, esto último casi siempre imposible.

Una vez embalados los libros, los adornos, recuerdos y vestidos, devolverlos al espacio original suele ser una contrariada. Durante la recogida aparecen cosas que dábamos por perdidas. Y otras que de tanto verlas desearíamos que desaparecieran. El proceso de regresar las cosas requiere una delicada y quizás hasta onerosa selección. Tendremos que elegir lo que se queda y lo que se regala o se bota -algunos para calmar la culpa hacen donaciones o las ponen en Venta de Garaje.

Ciertos objetos que fueron costosos en tiempo, por su utilidad o el dinero invertido, sufren el peor de los destinos. Tal puede ser el caso de los libros. Para quienes aman las bibliotecas -en la escuela era como entrar a un maravilloso bosque de olores y sabidurías- es difícil desprenderse de las obras más simples.

Despedirse de novelas y cuentos que moldearon la ética y las emociones en la temprana edad; de una edición príncipe, o un texto de José Martí -un enigma que me acompaña. Son libros de un valor especial; y reposan en un perdido espacio del estante, y a la espera, a veces infructuosa, de un nieto curioso.

El libro de papel es, para las generaciones precedentes, un imprescindible compañero de viaje. Es arte. Arte el texto y la ilustración de la portada. Arte la encuadernación y el tipo de letra. Arte las sucesivas ediciones, cada una tratando de ser un libro nuevo -el editor, un segundo autor. Comprar libros, leerlos, atesorarlos es estantes que trepan hasta el techo daba una extraña sensación de seguridad intelectual, de ética acumulada, de erudición ajena. El libro de papel tiene vida propia. Y esa vida viste al propietario-lector con un yelmo de infalibilidad.

Para bien o para mal, dirían los contrarios, hemos entrado en un nuevo siglo con un cambio de paradigma en la conocida biblioteca, esa que Borges inmortalizó como un universo infinito e indescifrable en La Biblioteca de Babel. El libro digital nos ha llenado de luces y sombras.

El papel se ha convertido en una pantalla y la letra va según el destinatario la quiera o pueda leer. El enorme librero cabe ahora en un diminuto almacén llamado bolsillo. Todo lo que queremos saber está al alcance de una tecla. Para escribir una cuartilla ya no hacen falta subrayar las notas de decenas de libros sobre la mesa de trabajo, tapizando el piso, sobresaliendo del anaquel. Bastan unos segundos, abrir un par de “buscadores”, y acaso imprimir como “selección” el texto deseado.  

Junto a la desaparición del libro de papel, y los beneficios de la inmediatez literaria, va perdiéndose el lector de “larga distancia”. Ese que no puede dormir si no consume al menos 5 o 6 cuartillas diarias, quien se retira a un rincón de la casa en un dialogo íntimo, y se entrega al libro como lo haría con un amante furtivo. El lector electrónico de “caracteres” no suele avanzar más allá de ocho mil, y unos 5 minutos de lectura como máximo. Tampoco está interesado en las obras clásicas, esas esenciales para ver con el corazón, como diría el Principito. El nuevo lector busca la sencillez del texto; disfruta los adjetivos sencillos y los superlativos para personas y hechos nimios.

¿Quién fue primero? ¿El lector electrónico “parió” el aparato electrónico o el aparato electrónico ha creado un nuevo lector?  ¿La llamada inteligencia artificial, ¿modificara la manera de escribir, de leer? La literatura como arte, orfebrería de letras ¿está en el pasado? La estética literaria, ¿desaparecida?

El personaje bíblico de Abel, hermano de Caín, en griego significa “débil”.  Así de débil es hoy la biblioteca clásica, aquella de olores y sabidurías en anaqueles hasta el techo, necesitada de un buen bibliotecario para encontrar lo buscado.

La biblioteca es el más antiguo centro cultural desde los días en que leer ya no fue un privilegio de ricos y sacerdotes. Era el sitio de encuentros, tertulias, y promociones. Pero la biblioteca de hoy, a diferencia de la de Alejandría, cabe toda en unos pocos “megas” y es un lugar solitario, ajeno a toda socialización que no sea internáutica. El espíritu de Abel, el perdedor, habita el mundo por estos días. Es difícil despedirse de tanto papel. Sobre todo, si nuestra otra mitad quedó varada en el Siglo XX.            

 


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