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EN POCAS PALABRAS

  • Foto del escritor: Francisco Almagro
    Francisco Almagro
  • 15 mar
  • 4 Min. de lectura

Si me amas no me ames (II)


Foto IStock


Por Francisco Almagro Domínguez

Algo más de ciento cincuenta kilómetros, casi un centenar de millas náuticas y cuarenta y cinco minutos o menos en avión separan las costas de Cuba y el sur de la Florida. La proximidad geográfica hizo que en el siglo XX algunas compañías de turismo y transporte se anunciaran con desayunos en Miami, almuerzos en La Habana y cenas de regreso a la primera ciudad el mismo día.

La cartografía también tiene implicaciones climatológicas y ambientales: frio en el borde sur de la península norteamericana es usar abrigo en el norte de la Isla; ciclones que atraviesan Cuba, con mucha probabilidad tocan de frente o refilón a los Estados Unidos.

La Florida es parte inseparable de la historia cubana. Posesión de España por dos veces hasta caer definitivamente en manos norteamericanas, la Florida y Key West (llamado Cayo Hueso por los hispanos), tuvieron una importante migración de ciudadanos entonces llamados españoles de Ultramar. Muchas ciudades conservan nombres originales en español, y costumbres caribeñas, como quizás no haya otras regiones en Norteamérica.  

La vida en el sur de la península floridana puede llevarse sin hablar inglés. En Hialeah hay carteles en ciertos negocios que parecen una broma: Aquí hablamos inglés. Todo esto hace que la emigración de la Isla a los Estados Unidos, y específicamente a ciudades como Miami, Fort Lauderdale, Tampa, Orlando y Naples sea preferible al norte frio y gris; o al oeste, donde también hablan bastante castellano, pero las generaciones de centroamericanos son tan antiguas que han perdido la conexión con sus antepasados.

Así lo que parece una ventaja para los cubanos -clima, lenguaje, idiosincrasia- puede convertirse en un dilema. Tras un corto viaje de minutos, tocar tierra americana produce un síndrome de confusiones. Es un viaje en el tiempo sin la máquina descrita por H.G. Wells. Los cubanos van de un país anclado en el siglo XX -bueyes, carretones, casas, farmacias y mercados vacíos, culinaria del Siglo XIX- a otro lugar donde el desarrollo del siglo XXI amenaza con tragarse la tertulia y al buen amigo.  Es un choque demasiado fuerte. Nuevos sabores y colores. Nuevos edificios y automóviles. Libertades, tentaciones, peligros.

Es en ese periodo de adaptación donde cada emigrante cubano debe “reprogramarse” a partir de un Programa Oficial norteamericano que nada tiene que ver con la Construcción del Mundo con que llega de la Isla. El Programa Oficial estadunidense tiende al individualismo y la responsabilidad del ciudadano. Es coherente con la idiosincrasia anglosajona: pragmatismo y solución de problemas sin muchas alambicadas. No hay sindicatos en la mayoría de los empleos, hay que pagar por los servicios médicos y por la educación superior. Las casas nunca llegan a ser propias pues hay que pagar el derecho a la tierra que ocupa. Todo puede comprarse a crédito, lo cual significa vivir endeudado.    

Ante esta nueva realidad, el cubano emigrante con una Construcción del Mundo opuesta al Programa Oficial del país receptor tiene tres opciones. La primera es aumentar los límites de su mapa mental para aceptar que nadie lo protegerá de un despido, ni podrá poner en manos de otros la salud y el bienestar. Deberá pagar a veces un tercio de su salario para tener un techo, y si quiere progresar debe aprender un oficio, comunicarse en inglés, no usar el crédito más allá de lo que pueda pagar después.  

La segunda actitud de nuestros compatriotas es intentar vivir como si esas millas que separan la Isla del Continente nada significaran. Para ellos, no ha pasado otra cosa que un sencillo cambio de geografía, una permuta de territorios. Trabajan en Miami pero “viven” como en La Habana, en Pinar del Rio o Santiago de Cuba. No ahorran; envían a la Isla sin sacar cuentas. En cada trabajo forman “lio” porque los dueños son “majaderos”. Beben y comen sin medidas, y sin seguro médico; oyen música alto molestando a los vecinos y se quejan de la policía porque les advierte. Demoran en pagar la renta sin pensar que el dueño debe pagar al banco por la propiedad que habitan. Estudiar es una pérdida de tiempo; el idioma inglés no es necesario en el sur de la Florida. Las tarjetas de crédito son para usarlas. No las van a echar en la caja, dicen.

La tercera opción es la peor. Es pensar y actuar como si “los americanos fueran bobos”. Permanecen en su Construcción del Mundo comunista como si fuera un plano transferible a cualquier rincón del planeta. En Cuba podían vivir del “invento” y de “resolver”. En los Estados Unidos, los mercados bien abastecidos, los seguros de casas y automóviles, y las tarjetas de crédito les parecen fáciles botines a la espera de ser defalcados. Los “aseres” no se dan cuenta de que los verdaderos genios del invento son los gringos. En sus confusiones y cortedades, piensan que nadie los vigila; que no hay chivatos ni inspectores que cobran por las denuncias.   

Para desgracia de estos elementos, quizás no haya otro país en el mundo con más vigilancia de los ciudadanos de este. Las películas y las novelas palidecen ante el control del ciudadano, lo cual ha evitado otro 9-11. Todo el mundo tiene un celular, una computadora, una comunidad donde hay cámaras. No existe manera humana de escapar de la justicia, aunque a veces parezca que demora demasiado. Siempre habrá un pillo que logre ganarle al Programa Oficial por un tiempo. El error está en pensar que el pillaje puede ser un “programa eterno”.

Las últimas maneras de enfrentar el Programa Oficial norteamericano con el Mapa del Mundo Insular nos entregan un emigrante cubano impresentable. Y en la medida que el deterioro de la sociedad cubana aumenta, y los ciudadanos pierden civilidad, normas de conducta, dignidad, la disyunción entre ambos mundos es mayor. Es difícil aceptar un compatriota que delinque, quien critica ácidamente y sin fundamento el país que, como dijera Jorge Mas Canosa, ha brindado una libertad prestada para luchar por la suya y la de sus hijos.

Una cosa es sentir nostalgia, ayudar a quienes quedaron varados en esa Isla-cárcel, y otra conspirar por oposición, obra y omisión contra quienes los han acogido. Las puertas de la democracia y la libertad deben estar abiertas para quienes luchan por ajustar sus “mapas” en busca de la felicidad. Pero deben estar cerradas a quienes con su mala actitud enfangan el sacrificio y la bondad de varias generaciones de emigrantes cubanos.


 
 
 

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