EN POCAS PALABRAS
- Francisco Almagro
- 2 abr
- 4 Min. de lectura
Nietos “americanos”
A mi padre, en sus 88 cumpleaños.

Foto Unplash
Francisco Almagro Domínguez
Si el Creador me permitiera una vez del otro lado de la Infranqueable acceder por unos segundos a la adultez de mis nietos, ¿qué me encontraría? Es un deseo tan absurdo como la pregunta misma. Se que no llegaré a verlos con familias por la misma razón que hoy todavía me sorprenden cuando en un castellano de Texas me dicen: “Pipo tus esta vejito, Pipo”.
Lo dicen porque lo ven. Sobre todo, lo sienten: “Pipo” no es aquel padre que cargaba a sus hijos en la bicicleta, los llevaba a la costa habanera donde la ola los lanzaba contra los arrecifes, los protegía de los apagones, hacia un espacio en la cama cuando enfermaban y se molestaba en la sobremesa si interrumpían con un cuento venido a menos.
Mis nietos han nacido y crecido en los Estados Unidos, en Texas, diríase que en el sumun de la cultura del Oeste norteamericano. A tal punto el Estado de la Estrella Solitaria es indómito, que una frase sirve para ilustrar esa idiosincrasia de autosuficiencia y valor: recuerden el Álamo. Los tejanos poseen una singular mezcla de aborígenes, mexicanos y emigrantes europeos que los hace tener un profundo amor -a veces exagerado- por la tierra donde pastan enormes riadas de ganado, extraen el mayor y mejor petróleo del país, poseen el hospital más grande del mundo, controlan los satélites y las naves espaciales que hoy se posan como pájaros de titanio y fibras de carbono en plataformas allende al océano.
Mientras en otros lugares del país puede el emigrante latino sentir cierta discriminación por el acento, curiosamente en Texas agradecen que “machuquen” el idioma: le agradezco el esfuerzo de hablar inglés, dicen con inocultable cortesía. Mis nietos no hablaban español, aunque sus padres, muy cubanos ellos, crecidos también por acá, no dejaban de hablar el idioma de Cervantes en casa. Tuvo que venir la abuela de Cuba, comenzar a cocinarles, para que ellos pudieran decirme: “Pipo, tus esta vejito, Pipo”. Hoy mis nietos “americanos” saben bien a quién hablan en inglés, y a quienes “machucan” el castellano.
Me asomaría por un rincón de sus casas si la Puerta Celestial se abriera unos segundos y quizás los vería sentados a la mesa con sus hijos y nietos. ¿En que idioma hablarían? ¿De qué historia llenarían las sobremesas? ¿De cuando sus padres los llevaban pequeños a Cuba, de cuando nos visitaban en Miami? ¿Cómo serán sus cuerpos y sus mentes en 30, 40, 50 años? ¿Tendrán, como nosotros, un retrato de sus padres cubanos, los bisabuelos y tatarabuelos españoles? Ya no serán emigrantes sino, con toda propiedad, hijos de esta tierra, tejanos por más señas.
En esos segundos me gustaría hablarles de Cuba, a la que nunca deberían olvidar. Que sintieran amor por su cultura, que es intensa y variopinta, una geografía mansa, como su gente, sin animales peligrosos ni plantas toxicas. Una costa con todas las tonalidades del azul al verde. Me gustaría colarme, como hago ahora cuando los visito, en sus camas con olores de infante, y contarle de mi niñez, todo lo feliz que pudo haber sido; podíamos jugar en la calle, mojarnos en los aguaceros, fajarnos a puñetazos con quien después sería el mejor amigo.
Y como el padre que trate de ser, tampoco el mejor, imitaba al mío. Era mi héroe, como Santiago, el pescador, que podía ser vencido, pero nunca derrotado. De modo que antes de Eusebio Leal, él nos andaba La Habana y sus fortalezas, navegábamos en la lanchita de Regla, conocimos la juguetería donde trabajo por primera vez con 12 años, el Correo, la Plaza de la Catedral y la de Armas, la tienda J. Valles, a la cual llevaba los chalecos que mi abuela cocía de madrugada. De regreso tomábamos la guagua. La misma ruta que su padre, decía, manejó hasta jubilarse.
Aparecido como una sombra me siento al borde de la cama, o en un sillón de la sala, hablo a mis nietos de José Martí. Nada como nuestro Apóstol para comprender la grandeza de la sencillez: el arroyo complace más que el mar, y el búcaro no debe ser más que la flor. Como ellos, digo entre penumbras cual Eliseo Diego, que vivió Martí sus años intensos en este país, y nunca renuncio al regreso sin cadenas para vivir, como se entona en el Himno Nacional, escrito en el fragor de la batalla, circunstancia similar al de los Estados Unidos. Porque también acá creció y murió el Padre Varela, que fue quien nos enseñó en pensar.
Preguntarles si oyen música cubana, la más sublime para el alma divertir. Y de nuevo les cuento de mi padre, tocaba la tumbadora y oia flamenco, hibrido de cajón de solar habanero con abuelos granadinos conocedores del Cante Jondo. Preguntaría también si conocen poetas de la Isla, que, por ausencia de tiempos y azares del Trópico, son nuestros verdaderos filósofos.
Pero como son “americanos-tejanos”, y soy su abuelo, y el tiempo en la Tierra se me ha terminado, me miraran con sus ojitos picaros azul-verdes a través de unos gruesos lentes que todavía usaran cuando como sean abuelos, y me dirán:
-¡Ay, Pipo, tus esta vejito, Pipo”
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