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EN POCAS PALABRAS

  • Foto del escritor: Francisco Almagro
    Francisco Almagro
  • hace 24 horas
  • 4 Min. de lectura

LA DONA DE LA FELICIDAD


Foto Unplash


Por Francisco Almagro Domínguez

Alguien se acerca y me dice que ha pasado todo el día pensando en mí. Pregunto por qué. Contesta que recordó lo que le había dicho sobre la felicidad: es posible hallarla en las cosas más insignificantes; aquellas que tenemos ante nuestros ojos y no le damos importancia, y que, para otros, y en determinados momentos, se tornan especiales, motivadoras, únicas.  

Esta señora envía remesas a sus hijos en Cuba. Por esta vez pudo aumentar la cantidad de dinero, y los hijos se dieron el “lujo” de ir a una MYPIME y comprar una caja de donas, o rosquillas, como se dice en español. Se comunicaron con ella por videochat para que los viera probando el dulce. Nunca habían degustado lo que también llaman dónut en inglés, o berlina. ¡Eran tan felices en ese momento!, dice la señora. Y añade: “Y yo aquí, lejos, más feliz que ellos porque puedo ayudarlos, entre tanta miseria y necesidad… que por un ratico tengan algo de felicidad”.

La historia me recordó otras carencias gastronómicas, frustraciones culinarias, como quien me dijo, con veinte años en las costillas, que jamás había probado un camarón - ¿se lo comerían los turistas por quedarse dormido? -, o aquel otro, un anciano, quien pedía solo un vasito de leche -el mismo que fue prometido por el general-presidente- antes de irse a la cama en la noche.  Los heraldos de la destrucción siempre argumentan que hay millones de personas que no conocen el crustáceo, y que la leche de vaca no es imprescindible para vivir.

Tal explicación no cuadra con un país rodeado de mar, y un rebaño vacuno tan grande como la población hace seis décadas. Incluso pudieran hasta admitirse razones tan absurdas. El problema es que los seres humanos escogen lo que quieren o pueden comer. Los animales no. Comen lo que les “echan”. El camarón o la leche son símbolos de la diferencia entre las bestias y los seres racionales: los humanos pueden y deben escoger.

A no dudarlo, uno de los “traumas” del cubano involucionario ha sido la alimentación. Las carencias de gustos y sabores ha sido tal que al llegar a otra geografía engordamos veinte libras de peso que no hay quien las logre  bajar. Entre esos deliciosos y prohibidos piensos está el clásico “pan con timba”-pan o galleta con guayaba y queso blanco-, los helados de fresa y chocolate -la película la de Titón seria hoy ciencia ficción-, y las maltas y las cervezas, aquí sin agua añadida. Pero la carne de res se lleva el premio, no porque aumente la circunferencia abdominal sino porque resulta una suerte de arcano, entre el misterio y la transgresión.

Por cierto, quien escribe puede dar fe del trauma por no ingestión de carne vacuna. El recibimiento en casa de una hermana el día que llegue a esta tierra convocó a casi medio centenar de personas entre familiares y amigos. Se encargó un banquete abundante en carnes y arroces. Al final de la fiesta, una gata de la casa se trepó encima de la mesa, y comenzó a comerse una enorme bistec de res. El recién llegado que era yo fue hacia ella con algo para golpearla; ese gato estaba cometiendo un sacrilegio. Mi hermana me detuvo; que la dejara comer, eran sobras, nada se guardaba ni se llevaba para casa.    

Sin tener tiempo para aprender la lección al día siguiente los hombres de la familia -somos una especie de tribu masculina, por desgracia- organizaron un juego de béisbol. Alguien compro unas hamburguesas y las puso en el horno de carbón del parque.  Antes, todos se quitaron los relojes y los celulares y los dejaron sobre una mesa, no lejos del asador. De pronto, como sucede en el Trópico, un aguacero torrencial cayó sobre el parque. ¿Hacia dónde corrió el cubano recién llegado? Por supuesto, a tapar con su cuerpo y su ropa las hamburguesas; en tanto, los parientes fueron a proteger relojes y celulares, mucho más en peligro que unos trozos de carne, rescatables en cualquier mercado del barrio.

Quizás no exista elemento más condenatorio del proceso involucionario cubano que la libreta de “desabastecimiento”, que, como diría Pánfilo, se fue poniendo flaquita hasta morir de caquexia. Lo peor de todo es que las nuevas generaciones no conocieron la abuela de la libreta -nunca obesa pero tampoco esquelética como la nieta; tampoco la cocina autóctona,  , reservada para los opíparos banquetes y obesos elitistas mandantes.

Y aquí va otra historia personal para terminar. En un congreso en Santiago de Cuba sobre salud mental coincidí en el restaurante del hotel con una profesora universitaria habanera invitada a dar una conferencia sobre comida cubana. Confieso que la primera intención fue de burla. ¿Qué tenía la nuestra cocina para mostrar en un congreso? ¿Acaso existe comida criolla más allá del cerdo asado, arroz y frijoles negros, yuca y plátanos maduros fritos? La profesora, a cuya conferencia no falte, nos dio un adelanto: la culinaria cubana es tan extensa y variada como su mestizaje de lo español, africano y chino. Mencionó decenas de platos, y dulces caseros de frutas tropicales que desconocía.

Al oír la historia de la dona o la rosquilla me embarga una sensación de ambivalencia.  Parece una nimiedad y al mismo tiempo, todo. A veces creo que aunque las remesas mantienen a flote el régimen, son como una tierna brisa en el hastío de un verano inclemente. Y esa, breve y trivial, puede ser la felicidad.    

        

 


 
 
 

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