EN POCAS PALABRAS
- Francisco Almagro
- 22 jul
- 4 Min. de lectura
Nuestro Hombre en Miami*

Foto Unplash
Por Francisco Almagro Domínguez
Nadie duda que en la ciudad de Miami si algo sobra son espías y colaboradores del régimen castrista. Los primeros fueron sembrados con paciencia y sin saliva durante sesenta años por unos de los mejores servicios de inteligencia y contrainteligencia del mundo. Tan buenos son que bien pudieran, y lo hacen, exportar a sus colegas dictatoriales el know how (saber hacer). Salvo la debacle de la Red Avispa, de cuyos errores amigos y enemigos sin duda aprendieron mucho, seis décadas de fisgoneo exitoso -sin grandes recursos tecnológicos- es un capital nada despreciable.
Los colaboradores forman un variopinto grupo, a veces más tontos, más útiles, o ambos. Se colabora por acción y omisión. La acción es formar redes opositoras a la política norteamericana hacia el régimen. Sin mencionar nombres porque serian demasiados, los colaboradores activos forman comités, protestas y mítines, organizan caravanas que llaman humanitarias. Los pasivos o por omisión, viajan a la Isla sin motivo alguno más que saciar el narcicismo de vivir mejor que como mal vivían en Cuba. Se excluye el también nada insignificante grupo de quienes por un deber moral ayudan a sus familiares en cautiverio e infelicidad.
Activos y pasivos colaboradores gozan de la protección del país que los acogió como emigrantes. En Cuba eran ciudadanos de tercera, y cuidado. En Estados Unidos pueden ser tan americanos como quien nació en Wisconsin. Tienen todo el derecho de ir a su país de origen, aunque las leyes por el embargo limitan ciertas libertades. Hay, además, un conflicto ético: nadie puede negar el derecho de la persona visitar y ayudar a una madre, un padre o un hijo que ha quedado detrás de la Cortina de Bagazo.
En relación con quienes trabajan para los servicios de inteligencia, aunque hoy las redes sociales simplifican mucho el oficio, el papel del hombre en el terreno es fundamental. Cualquier información sobre la persona es útil, y en algunos casos, determinante. La captación de información puede ir desde refinados gustos a cosas tan vulgares como la talla del calzado. Eso es válido para cualquier organismo dedicado al espionaje, y podría incluir el comercial o tecnológico, hoy día tan importante o más que el policial-militar.
Y es aquí donde el régimen posee una singularidad. Se sabe desde hace mucho tiempo que hay oficiales y agentes de campo cubanos cuya misión en el extranjero, y sobre todo en el sur de la Florida, es establecer empresas y bienes raíces cuyos propietarios son los compañeros del Palacio de la Involución. Es un “espía” de nuevo tipo. No hay manera de detectarlo pues lo mismo vende una casa, un automóvil, o envía paquetes a tu madre en la Isla. No necesita saber cifrados. No usa armas ni tiene una “vía de escape” si es descubierto. Pudiera parecer un simple colaborador, más su meta es clandestina: establecer en Miami una base comercial operativamente lucrativa.
Para ser honesto, este Hombre en Miami no podría hacer su labor sin la cooperación de las autoridades y los grandes capitales de la Ciudad del Sol. Los nuevos espías conocen como funciona el sistema, y sus grietas corruptas. Otros soplones han hecho el trabajo sucio, los perfiles psicológicos y ambientales del objetivo diana. Y sin ánimo justificar, el régimen cubano no ha hecho otra cosa que vivir de los errores de empresarios, banqueros, y políticos cubanoamericanos por décadas. Es casi imposible que un ciudadano cubano lleve poco tiempo en la Florida y tenga un negocio millonario. El régimen lo ha preparado e incluso proveído de capital. Miami y su gente han dado oportunidades para que tales inversiones florezcan.
Desearía terminar con dos historias verídicas. La primera sucedió a un familiar cercano. Vino de Europa a un congreso en Miami. Hombre rico, trajo a toda su familia y amigos, y para ahorrar dinero rento una casa en el sur de la ciudad. La mansión estaba diseñada según los cañones más actuales y sofisticados; en las paredes serigrafias y oleos de los más conocidos pintores cubanos; piscina con cascada y cada cuarto único en su diseño y mobiliario.
La hija, asombrada de tanta “finura” y cubanidad, hizo la tarea en internet. Puso el nombre del hospedero y ahí comenzó una búsqueda que la llevo a la Isla. La casa estaba a nombre de una empresa constructora en la Florida y un bufete de abogados en España. Ambos negocios eran gerenciados por un individuo domiciliado en Miami apenas cinco años antes. Y esa persona, a su vez, era pariente de un exalto oficial del régimen.
En la otra trama quien escribe fue parte del elenco. Un amigo buscaba casa para comprar, y me pidió lo acompañara con el agente inmobiliario. El “realtor” apareció en el habitual Mercedes Benz. Durante el viaje dijo que la próxima semana iría a Cuba. Antes debía pasar por la embajada cubana para recoger su pasaporte. Se me hizo extraño: creía que el trámite se hacía por correo. Después se identificó como vecino del municipio Playa, en La Habana. Como el amigo estuvo noviando por allí, pregunto por los hijos de generales y ministros. El experto en bienes raíces los conocía a todos con pelos y señales; los visitaba cada vez que viajaba a Cuba.
Una escena que no tiene desperdicio es aquella de la película Nuestro Hombre en la Habana en la cual un circunspecto espía camina por la calle de la ciudad enfundado en un traje de paño bajo el tórrido calor tropical. Los guaracheros cubanos lo acosan con maracas y guitarras. El inmutable hombre del MI5 ni pestañea. Muy fino humor inglés: el espía en La Habana, bulliciosa e irreverente, se interesa por un vendedor de aspiradoras de alfombras en un país que apenas las usa. La novela de Graham Green hace del absurdo una burla a la inteligencia británica.
Del mismo modo pudiéramos imaginar un “asere” cubano lleno de cadenas y sortijas de oro caminando por Brickell Avenue; lo siguen tres abogados en trajes costosísimos, y un guardaespaldas enorme, exmarine, melena nórdica. Nuestro Hombre en Miami se dirige a su oficina después de bajarse de un Bentley. Su leyenda no es otra que puestos de frutas por toda la campestre avenida Krome.
*Publicado en el Blog Habaneciendo, del autor.
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