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EN POCAS PALABRAS

  • Foto del escritor: Francisco Almagro
    Francisco Almagro
  • 6 ago
  • 4 Min. de lectura

Últimos días de la Hacienda

El sobreviviente


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Que ironías tiene la vida!, podría decir un espectador actual, mientras ve Los Sobrevivientes, película de Tomas Gutiérrez Alea, Titón, basada en un cuento de Antonio Benítez Rojo (en el libro de cuentos Tute de Reyes, Premio Casa de las Américas 1967). Ni Benítez Rojo ni Titón hubieran imaginado que esa rica familia que se aísla del mundo exterior a principios de la Involución de 1959 iba a ser la cautiva familia cubana que subsiste de apagón en apagón, entre miserias espirituales y materiales 66 años después.

Quienes en el relato se encierran tienen un propósito y una esperanza; el primero, dejar pasar el tiempo porque, lo segundo, la esperanza, es que las cosas vuelvan a ser como antes gracias a la ayuda (¿invasión?) externa. La analogía con la llamada Continuidad es de cajón: el régimen “resiste” con el proyecto de ir contra el tiempo, o a pesar de del tiempo. Su ilusión es una invasión de dólares, no de yenes ni de rublos, que al final casi nada aportan.

La familia Orozco y la Involución cubana tienen en común que disponen de recursos que se irán agotando debido a la improductividad y el malgasto. En la medida que las cosas “allá afuera” se complican, aumentará “hacerse fuerte” adentro, represión y engaños incluidos. Es aquí donde un personaje al parecer secundario alcanza en la narrativa importancia vital: Manuel Orozco. Es interpretado por el gran actor y ser humano que fue Carlos Ruiz de la Tejera.

Manuel resulta ser la “memoria” de la familia. Tiene la responsabilidad de dejar testimonio de los Orozco; escribiendo en tono de crónica social, cambia las desventuras en glorias, los fracasos en éxitos. Con voz en off, Carlos Ruiz narra lo mismo la boda y la luna de miel dentro de la residencia que las anodinas tertulias en el jardín de la casona.

Hay una escena que no tiene desperdicio. Va a nacer el primer Cuervo-Orozco nada menos que a minutos del 26 de julio. Manuel Orozco, lápiz y papel en mano y nervioso, teme que la última generación de su familia venga al mundo en semejante fecha. Un familiar pide al médico que haga algo por impedirlo. El medico no puede doblegar el destino obstétrico, y el heredero de los Orozco viene al mundo el día menos deseado. Entonces Manuel-Carlos dice una frase inolvidable en el cine cubano: “No importa. La historia de los Orozco la escriben los Orozco”; por obra y gracia de la pluma amanuense “hace nacer” al chico a las 11 y 59 del día 25 de julio.

En una de las ultimas escenas Manuel Orozco (re)escribe con fruición lo que parece ser la última escena de la historia familiar. No parece casualidad que sea, junto a quien modificó la fecha de nacimiento, quienes ven caer un rayo sobre la tía.  “Quedó cocinanita”, dice el personaje que interpreta el entonces muy joven Jorge Alí, en velada invitación a la antropofagia. Ambos terminan unidos en un banquete de carne humana cuyo simbolismo está más allá del hambre física.  

Cuando un cubano tiene la oportunidad de salir de Cuba, y tener acceso a libros, películas, artículos y fuentes alternativas de información, la primera reacción puede ser de cólera. Aunque la mayoría de los testimonios fueran “manipulaciones del enemigo”, son las voces de las víctimas, de quienes se supone hayan perdido la batalla -de ideas y a veces de la vida. Es así como muchos compatriotas podrían sentirse timados desde pequeños al llevarle flores a Camilo Cienfuegos al mar, sin saber que hay demasiadas dudas -y argumentos- sobre su probable deceso en tierra.

O la verdadera historia del Che Guevara, cuyos fracasos guerrilleros en el Congo y en Bolivia han sido trastocados en heroísmos, y no hablar de su desastroso paso por el Ministerio de Industrias y el Banco Nacional, en este último firmando los billetes como Che, una muestra más de su desprecio por las instituciones que llamaba burguesas.

La segunda parte del proceso es sentir pena ajena por los escribientes de la Isla. Es inevitable preguntarse por tantos Manueles, sobrevivientes, quienes hacen del pasado un material modificable para justificar el presente y fascinar con un futuro imposible. Saben muy bien, porque lo han vivido o tienen acceso a fuentes alternativas, que las cosas no son como ellos las cuentan.  

Quizás deban hacer un enorme esfuerzo para anular toda conciencia, sujetar firme el bolígrafo, teclear sin pausas y sin remilgos el articulo por encargo. O no. Como Manuel, se creen con la misión, cuasi divina, de rescribir la historia, lo cual no los salva de la recursividad del mal. Sospecho que, al dejar vivir a Manuel Orozco hasta el final, Titón lo coloca frente al destino que el mismo construyó: el chico que sí nació el 26 de julio lo observa comer carne humana con una sonrisa socarrona.

Para Manuel Orozco sus días están contados; comprende, al final, que no hay heroicidad alguna en perdurar por la mentira. Tendrá una deuda eterna con la verdad, la que ahora no se ve y lo espera, paciente, al otro lado de la Historia. Quedaría muy bien a él y a los escribidores organico-continuistas estos versos de otro poeta insumergible: “Nosotros, los sobrevivientes/ A quien debemos la sobrevida?/Quien murió por mí en la ergástula?/quien recibió la bala mía?/la para mí, en su corazón?”    

 

 

 

 

 
 
 

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