José Martí, apóstol de la Reconciliación Cubana.
- Francisco Almagro

- 8 jun 2020
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Por Francisco Almagro Domínguez.

El Martí que se nos escapa.
Un par de estrofas de Lezama Lima podrían resumir lo inasible que resulta toda la vida y obra de José Martí: “Ah, que tú escapes en el instante/en el que habías alcanzado tu definición mejor”.
Porque Martí, lo sabe casi todo cubano y lo intuyen la mayoría de los extranjeros que a él se acercan, por naturaleza es enigma, como también lo definía el propio Lezama. Misterio que nos acompaña, decía el poeta, y valga la mayúscula; en Martí hay siempre una parte comprensible, advertida, y otra mistérica: un algo que desborda el natural entendimiento, y tiene más de imagen profética y función liberadora del espíritu, como han advertido otros poetas cristianos de Orígenes en el aforismo lezamiano.
Una de las aristas martianas a la sombra, y no por expreso deseo de su creación o la actitud existencial de su protagonista, es el de la Reconciliación de la persona: consigo mismo, con su familia y amigos, con su Patria, con todos los pueblos del Mundo, incluyendo, desde aquellos días, la metrópoli que asfixiaba el existir patrio.
Habita en la mente de no pocos cubanos un Martí justiciero sobre un Martí misericordioso ¾ al punto de colocar en sus labios de poeta más frases de guerrero que de amador¾, un Martí de la guerra sobre el Martí de la paz -machete o pistola en mano y rostro acerado, y dedo acusador-, un Martí de unos pocos sobre el Martí de todos. En fin, interesante contradicción entre verdad histórica y la urgencia de una legitimación ideológica.
Lo sorprendente es que sean los conocedores de su vida y obra quienes caigan en la trampa de un hombre de sí o de no, binario, como si su martirio de Dos Ríos no hubiera puesto infeliz y precipitado final a una existencia en plenitud creadora, es decir, una fase donde ya él mismo había abandonado el camino de la bifurcación para entrar en el infinito sendero de las confluencias.
La obra toda de uno de los pensadores más audaces del XIX en América Latina, desde sus más tempranas poesías, pasando por ensayos y reportajes periodísticos, hasta sus cartas en los días febriles de la etapa anterior a la guerra, tienen como sostén ético el necesario -imprescindible- regreso a la amistad, al recomponer la armonía perdida. Obra, y es importante subrayarlo, que no puede entenderse separada de la vida del autor, forzado a decidir entre el odio y el amor, entre alejar a las personas o aproximar en un interés común. Un destino que duró hasta los últimos minutos de su vida.
Entre espinas, flores.
Un José Martí de infancia y adolescencia completamente feliz no parece ajustarse ni a la verdad histórica ni al desarrollo, a veces contradictorio, de alguien que tuvo que debatirse, desde muy temprano, entre odiar y amar, empezando por su propia familia.
Pepe fue el primogénito de Don Mariano Martí, un recio valenciano celador de policía venido a Cuba como soldado. Doña Leonor no tendría más hijos varones. El padre de Martí, descrito como terco e irascible por casi todos los biógrafos, era, sin embargo, hombre muy honrado para el trabajo. El conflicto parece haberse dado bien temprano: Don Mariano requería de su hijo ayuda laboral, pero fue incapaz de entender las cualidades intelectuales de su hijo. Hay quién asegura que Pepe estuvo al borde del suicidio por aquellos días, presionado por la inopia del padre.
Entonces apareció Don Rafael María Mendive (1821-1886). Mendive no solo acoge a Pepe en casa, y le enseña poesía, -él mismo poeta- y le pone en contacto con lo mejor de las letras, y el ambiente del teatro y las artes de la época, sino que parece haber intercedido con la familia para que aceptaran a Pepe en su vocación verdadera. Tal vez se ha sobredimensionado la ascendencia intelectual y patriótica del maestro sobre el joven Martí en detrimento del amor y misericordia que trasmitió para siempre Don Rafael a su discípulo. La lección fundamental -y no excluyente de la patriótica-, que Martí recibe de Mendive al intermediar entre él y su familia -a la que jamás renunció ni por divergencias políticas- está expresada en sus propias palabras en carta de despedida al maestro antes de partir al destierro: “Mucho he sufrido, pero tengo la convicción de que sabido sufrir. Y si he tenido fuerzas para tanto y si me siento con fuerzas para ser verdaderamente hombre, sólo a Ud. lo debo y de Ud. y sólo de Ud. es cuanto bueno y cariñoso tengo”.
Uno de aquellos sufrimientos a que se refiere el joven Martí es a la experiencia de la cárcel, a la que entra con apenas diecisiete años. Aquí se hubiera afirmado en él una implacable sed de venganza hacia carceleros y acusadores por ser testigo directo de tantas atrocidades, contadas en su obra “El Presidio Político en Cuba”. Pero lo que fragua en el joven en la cantera de San Lázaro es otra cosa: una profunda convicción de que la independencia es aún más necesaria por el bien de cubanos y de españoles, estos últimos, cree entonces, ajenos en mayoría a los atropellos de sus paisanos en la Isla.
Por cierto, al presidio que le han confinado los españoles como su padre Don Mariano, irá este, y le calzará a su hijo, bajo el aro del grillete, unas almohadillas que le ha hecho Doña Leonor; la excarcelación del adolescente se deberá a las gestiones de sus padres, que no dejan abandonado a su Pepe ni un solo instante, y lograrán cambiar la medida por el traslado y más tarde por el destierro.
Ese joven que cuando sale de presidio “no sabe odiar”, más tarde tratará de establecer una familia, y fracasará en el intento, pues ha sido guiado más por el compromiso hecho a los Zayas-Bazán, que por los lazos afectivos que le acercan a Carmen. Ella, de una elite provinciana y conservadora; El, citadino y liberal, enfrascado ya en la causa de la Independencia. Otra experiencia traumática en el orden personal y familiar que no le hace defensor de la soledad, enemigo del matrimonio o de la estabilidad de la familia. Se ha querido dibujar un Martí familiar y otro no familiar, o sea, insistir en la imagen binaria de un Martí que ofrece disimiles lecturas -todas legitimadoras de alguna ideología o tendencia social.
Pero parece, para desgracia de los maniqueos martianos, que solo hay uno: el hombre que luchó por cumplir su promesa de matrimonio, e hizo porque la llama del amor prendiera con fuerza, y que cuando no fue posible, lo lamentó profundamente. Hay que releer las cartas a la niña María Mantilla. Martí apuesta, definitivamente, por el calor del hogar y las virtudes que él y solo en él se cosechan.
Martí, reconciliador del 95.
La vocación martiana a la unidad de todos los cubanos en pos de la independencia definitiva, y sin duda el carisma personal de un hombrecillo físicamente insignificante, de temperamento nervioso, delgado, de ojos vivaces y bondadosos, de palabra suave y delicada en el trato familiar, que cambiaba su raso y blandura en las tribunas, por los violentos cobres oratorios -Rubén Dario- es la base sobre la cuál asienta la Guerra del 95.
Martí era un desconocido que al terminar la campaña del 69 contaba dieciséis años. Tampoco era Martí antes de iniciar su cruzada, un hombre de letras conocido y leído en Cuba, más que por un círculo muy reducido de intelectuales. Ni su periodismo el mejor pagado de Nueva York, ni sus servicios consulares a varios países latinoamericanos, favores políticos para ayudar a la causa independentista.
Otro misterio de Martí radica, precisamente, en que, no siendo tampoco un general de la guerra anterior, logra unir voluntades y temperamentos de hombres de letras, de ciencias y de armas que parecían irreconciliables en los finales de los ochenta y principios de los noventa del siglo XIX. Los historiadores esconden -o no han desentrañado aún - el hábil mecanismo de relojería con que el apóstol logró despertar a Máximo Gómez de su plácido retiro familiar en Dominicana, a Maceo de su productiva colonia en Costa Rica, a otros generales que gozaban en Cuba o fuera de ella del indulto de la paz del Zanjón a cambio de su obediencia a España. Poco a poco los hombres del 68 que se sentían traicionados después del Zanjón fueron dando el sí al delegado de un Partido fundado para relanzar la guerra.
¿Cómo lo logró? Vuelve aquí lo tangible: su carisma, mezcla de encanto personal y encendido fervor. Pero también hay algo incomprensible en la estrategia martiana: decir sin dañar, conciliar voluntades sin renunciar a un propósito: el todos por encima de unos y de otros.
Por ejemplo, la carta Gómez que se ha hecho famosa porque expresa “Un pueblo no se funda, general, como se manda un campamento”, comienza en un tono delicado y casi de disculpa hacia el veterano general. Al parecer, Martí ha tenido una diferencia con Gómez acerca de cómo llevar a cabo la Revolución. Dice que salió el sábado por la mañana con una impresión tan penosa que ha querido dejar pasar los días para reflexionar. Pero, tras salvar la persona de Gómez -un hombre a quien creo sincero y bueno, y en quien existen cualidades notables para llegara ser verdaderamente grande- escribe: “mi determinación de no contribuir un en un ápice, por amor ciego a una idea en que me está yendo la vida, a traer a mi tierra a un régimen despótico personal”.
Esta carta, fechada en Nueva York en 1884, hubiera bastado para que Gómez se retirara de la campaña, o se la hubiera guardado a Martí para siempre. Pero sucedió exactamente lo contrario: la amistad de Gómez y Martí salió fortalecida para siempre.
El incidente que da su talla ética, y ha pasado a la historia como uno de los momentos más manipulados por ausentes las páginas escritas de su puño, es el triste desacuerdo de La Mejorana. Maceo, preocupado porque se repitan los incidentes del 68, quiere un gobierno militar. Martí replica: “El Ejército, libre -y el país, como país y con toda su dignidad representado”. Termina el día en el Diario: “Y así, como echados, y con ideas tristes, dormimos”. No vuelve a existir una queja o suspicacia sobre Antonio Maceo o sus generales en el “Diario de Cabo Haitiano a dos Ríos”, escrito por el apóstol.
Probablemente el otro hecho controvertido es la propia muerte del apóstol, pocos días después. A ese ridículo suceso, por inesperado y traumático, se le han dado muchos calificativos, por supuesto, todos maniqueos: homicidio o suicidio. Quienes quieren ver en la muerte de Dos Ríos un hombre que se inmola en la desesperanza, no advierten que unos minutos antes él mismo había estado escribiendo una de las cartas más importantes de su vida, hoy conocida casi como su testamento político; nadie, y menos Martí, dejaría algo como eso inconcluso.
Los que apoyan la tesis de una supuesta conspiración mambisa para acabar con la vida del delegado, ignoran que el general Gómez poco más o menos suplicó que se quedara en el campamento, y al no lograrlo, puso a dos jóvenes -uno de ellos, llamado casualmente Ángel de la Guardia- para que le sirvieran de escoltas. La hipótesis mas creíble es que el apóstol quería participar en dos o tres combates antes de regresarse al exilio, donde sería más útil en sus tareas políticas y logísticas. En cambio, desconocedor de la guerra, cabalgó sin control, apareció frente a un pelotón español emboscado, y murió sin disparar un solo tiro de su pistola. Su cadáver, en manos del enemigo, tuvo que ser desenterrado varias veces ante el temor de que no fuera él, y que los mambises vinieran al rescate de tan preciado botín.
La pregunta que se hace cualquiera a la distancia de más de cien años -en realidad cuando se puede empezar a escribir la historia- es que hubiera pasado si el estratega político de la guerra no muere ese día, casi como un absurdo, expresaría el mismísimo coronel Ximénez de Sandoval ante la evidencia de poseer en sus manos el cuerpo inerme del hombre que había organizado un nuevo levantamiento armado contra España.
Tal vez Martí hubiera sido el hombre de la paz, de la reconciliación en tiempos de calma. Eso nunca lo sabremos. Lo que sí sabemos nosotros, hoy, a ciento ocho años de Dos Ríos, y a ciento cincuenta de su natalicio, es lo que sucedió con su ausencia.
La Reconciliación Pospuesta.
A la República de 1901 le faltó el espíritu de Martí. Y el espíritu de Martí, antes de anti imperialista, o demócrata, o liberal, fue reconciliador: una Patria con Todos y para el bien de Todos.
No era posible hilvanar una sociedad coherente e independiente con una enmienda extranjera que autorizaba la intervención bajo cualquier pretexto. Pero tampoco era factible una República donde los protagonistas del destino patrio se guardaban viejos rencores que venían de la Guerra de los Diez Años. Y así, tan pronto como los ocupantes norteamericanos ¾algo que Martí nunca hubiera visto con buenos ojos, y se dice, Gómez aceptó como mal menor¾ se retiraron, comenzó el cuartelazo y la guerrita fratricida, las componendas electoreras y los gobiernos autocráticos, negación suprema del apóstol.
En estos tiempos difíciles, para Cuba y para el Mundo, bien se haría en pensar al Maestro como ese hacedor de la paz y del dialogo entre cubanos. Porque Martí, primero que poeta, ensayista, político o delegado, fue el apóstol -nunca mejor palabra: misionero, predicador- que unió como nunca antes corazones y brazos dispersos. Es el tierno autor de La Edad de Oro, y a la vez el artífice del Partido Revolucionario Cubano para hacer la guerra, necesaria y breve. Estas dos palabras resumen su apostolado de reconciliación, abocado ya a la contienda: la primera, expresión del inevitable martirio; la segunda, necesidad de acortar ese dolor para evitar costos en sangres y rencores futuros.
A Martí le debemos eso todavía: reconciliarnos; conciliar de nuevo nuestras diferencias. Es difícil. Es muy duro para cualquiera de las partes. Estas desavenencias -es importante anotarlo y notarlo- no comenzaron después del 59 o el 52. Nuestra incapacidad genética para perdonar y cerrar las heridas abiertas está presente desde aquellos lejanos días del nacimiento de la República. Una República cuyo defecto de configuración inicial fue crecer bajo la sombra de un tutor y no de un padre con-sanguíneo; un padre, que, por misteriosas ascendencias de la sangre, es el único capaz de intermediar con sobrado cariño y que no renuncia jamás a unir sus hijos en conflicto.
Así, pues, no existe otro camino que el de la reconciliación si queremos la paz y la vida en Cuba. No había otro camino en tiempos de Martí. No lo habrá mañana. La guerra y la muerte desenrollan una espiral infinita que acaba solo con la ruina de los implicados. Si bien es cierto que para algunos ya se ha hecho la Revolución Cubana por el apóstol soñada, tal vez para muchos más la Reconciliación Cubana es todavía un vacío: late, en el fondo, su necesidad y urgencia.
Publicado en La Habana 2000 en: Espacios, revista del consejo diocesano de laicos.





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