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La vida en fresa




Por Francisco Almagro Domínguez

Para L.C.S.

La muchacha acabada de venir de Cuba. Fue llevada a un restaurante italiano en Miami. Tomó el menú para encontrar algo conocido. No, no había pizzas. Tampoco crema de queso. Entonces los familiares sugirieron pastas de las que nunca había oido hablar; para beber, zumo de frutas, lo primero que trajo el dependiente. El borde de la copa venia adornado con una fresa.

La chica, de diecisiete primaveras, cogió la fresa en la mano y la observó un rato, como si tocara un milagro. Mordió la fruta. Y dijo a todos” “es la primera fresa que pruebo en mi vida”.


Aquello me recordó mi época de becario, con apenas 12 años en una secundaria básica en el campo cerca de San Antonio de los Baños. Para ir a “la fresa” escogían la mejor brigada. Un cultivo delicado. El escarde debía hacerse con la punta de los dedos, para no lastimar la planta. Pocos repetían en la fresa porque los semi-niños que éramos entonces jamás habíamos comido fresas; cuando el guía de campo daba la espalda, las frutas apenas maduras, con tierra y todo, iban a parar a la boca.

En la escuela habían advertido que comer fresas era un acto contrarrevolucionario. Algo peor que la bíblica fruta prohibida. La fresa era para la exportación. Quien las comiera estaba dañando las divisas del país. Al que sorprendieran comiendo fresas iba expulsado sin escala.

“Alumno, usted está comiendo fresa”, gritaba el guía o el jefe de lote. “No, profe, que va, no estoy comiendo ná”, decía el estudiante comprimiendo las mandíbulas mientras por sus carrillos choreaba una nata de color rojo sangre mezclado con tierra colorá. No expulsaban a nadie porque al otro día enviaban otro grupo, y después otro, hasta que no había fresas ni para la exportación.

Las manzanas, que no se dan en Cuba, también tienen una historia interesante. Solo existían en los mercados en divisas, a los cuales la población cubana no tuvo acceso hasta entrado los noventa. Las manzanas de la no discordia estaban en las mesas de los altos dirigentes y los restaurantes de lujo.

Cuando se despenalizó el dólar, comenzaron a venderlas a precios astronómicos. Una variante para aumentarle el precio fue la caramelizarla. Costaba, si mal no recuerdo, un dólar. Casi lo que podía pagar el importador por un kilo de la fruta mítica para el insular de a pie. Y era la justificación para el precio: no se dan en el trópico, y hay que traerlas de muy lejos.

El tema de la “fruta prohibida” da para cientos de cuartillas. Lo más triste es que además de desaparecer cines, bodegas, calles, parques, zoológicos, tiendas y casas ilustres, los compañeros también se han esmerado en hacer invisibles las frutas tropicales, esas a las que no hay que tratar con tanto esmero ni mandarlas a buscar al extranjero. Pocos adultos jóvenes han probado una chirimoya, una guanábana, un anón en Cuba.

Lejanos parecen los días en que en cada esquina había una guarapera. La Isla era la azucarera del mundo. El olor a melaza envolvía las noches de los bateyes cubanos, sociedades pequeñas de vecinos que se llevaban como familias por generaciones, y donde la delación y la envidia no tenían cabida porque en tiempo muerto había que ayudarse unos a otros.

Para esa muchacha, como para tantos otros, la fresa fue como el té que despierta la conciencia del personaje en cierta novela famosa. Ella, que no ha conocido otro mundo que el de las privaciones, del no ver que no ve, se solaza en la fruta, chupa y muerde con deleite.

Y por acá uno piensa cuantos cubanos no han podido probar una fresa, una sencilla fresa que les haga saber que el mundo existe, también con sus desgracias y encantos, sus frutas del frio y del Trópico.

Cuando ella termina de comer, bebe del zumo. Todos la miran. Está radiante. Sonríe y dice: “Ahora me estoy dando cuenta de que hay otra vida”.


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