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Por Francisco Almagro Domínguez.
“La gente habla a menudo como si hubiera una oposición entre lo bello y lo útil. A lo bello sólo se le opone lo feo; las cosas son hermosas o feas, y la utilidad estará siempre del lado de las cosas bellas...”.
Oscar Wilde (1854-1900). .
El color del Cristal.
A Ramón de Campoamor se le atribuye la frase “que en este mundo traidor nada es verdad ni es mentira; todo es según el color del cristal con que se mira”. Probablemente el poeta asturiano jamás sospechó que fueran tantos los colores y los cristales con que a inicios del siglo XXI los hombres miramos alrededor de nosotros, y, sobre todo, nos miramos al interior. Pero en una cosa si lleva razón el epigrama: el mundo pasa por delante de uno según los lentes que se llevan puestos.
Un ejemplo de ello es el tan socorrido transporte; para la persona que tiene la suerte - ¿o la desgracia? - de tener que moverse a varios lugares en una ciudad como la Habana en un mismo día, esta es una experiencia fascinante -¿o alienante?. La capital, siendo la misma, objetivamente - ¿o subjetivamente? - puede ser distinta “a pie”, en bicicleta, en camello, en carro-de-diez-pesos o en un turitaxi.
A la urbe hay que arreglarle las aceras, y sembrarle árboles, y recogerle la basura de las esquinas, según cualquier peatón -del francés piéton, nada más simbólico. El peatón suele ser una persona sin prisa y sin risa; a todos los lugares va, y depende de los recursos de su propio cuerpo. Su color de lente es ámbar: opaco para él y para los demás. Pero si el problema de la capital son sus enormes baches, y las manchas de grasa en el pavimento, ¡los charcos de agua sucia y todavía más los de agua limpia -! ¡Dios mío, con la escasez que hay! -, y esas guaguas y esos automóviles, que no respetan el derecho de vía, pudiera estarse hablado con un sudado ciclista. Su color de vidrio es el amarillo: otoño que se deshoja en su ciclo vital.
La Habana pudiera ser un sitio dónde el tiempo pasa demasiado rápido, y las personas se amontonan, se retuercen, gritan y se insultan, y cada uno piensa en sí mismo, sin mirar para que el tiene al lado, a no ser que le sienta olores indeseables; la ciudad parece como si se fuera a caer a pedazos, dice el usuario de un camello. Este usa lentes grises: todo es como una tormenta.
Sin embargo, La Habana podría ser comparada a una vieja dama cuyo ilustre pasado conserva su dignidad; lo único que la hace homogéneamente fea son los años sin atención: tal vez falta un poco de pintura, algún edificio apuntalado -habrá que tumbarlo-, y el transporte, siempre hay que mejorar en el transporte para el usuario de un carro-de-diez-pesos. Sus lentes son claros pero bifocales: una distancia cuando está en la acera, cazando el carro -o no tiene los diez pesos-, y otra graduación cuando agarra la máquina.
La Habana podría ser también una de las pocas ciudades en el Mundo que conserva una arquitectura original y diversa, y los habitantes son enérgicos, ¡incansables -! que resistencia! - siempre en movimiento, como su baile; en fin, una maravilla de capital para Cuba se escucha dentro de un turitaxi. Sus ocupantes no tienen prisa, pero sí risa -sonoras carcajadas. El lente es ámbar, como el del peatón, pero... ¡los vidrios alzados, por favor, para que no se vaya el aire acondicionado!
El mundo, sin cristales.
Se dice que la experiencia estética es la vivencia que alguien tiene de lo bello mediante sus emociones y sentimientos. La belleza ni se razona ni tiene un fin práctico. Se aprecia un cuadro bonito o una música bella porque existe una actitud positiva de interés en ello, sin un deseo expreso de posesión o de razonamiento sobre la obra en sí. Nunca podremos decir por qué nos gusta o rechazamos de plano la pintura cubista de Pablo Picasso o las originales notas musicales de Igor Stravinski.
Para que esa experiencia se dé, el hombre debe, según algunos estetas -los expertos en apreciar el arte-, tener una distancia, un desapego o alejamiento de la obra. Hay algo de lógica en ello. Un fascista alemán de recorrido por el estudio del malagueño jamás entendería el “Guernica” -”no, eso lo hicieron ustedes”, dicen que le respondió el pintor- como la nobleza de la Rusia zarista de 1913, que no estaba preparada para “comprender” los acordes disonantes y la complejidad rítmica de una obra como “La Consagración de la Primavera”, de coreografía vanguardista y desarrollo en una sociedad pagana.
Parece que también se necesita cierto desapego, a la inversa, para percibir y hacer lo feo sin que nos tiemble el pulso. Pues por naturaleza el hombre está preparado para, dentro de ciertos cánones culturales y sociales, advertir lo bueno y lo malo, lo bonito y lo feo, lo verdadero y lo falso.
Un primer paso para apreciar la belleza y distinguirla de la fealdad, es tener en buen estado los canales a través de los cuales llegará esa experiencia hasta nosotros. Vista, olfato, gusto, oído y tacto en función de la obra. Aún tratándose de una música -sentido de la audición- no es lo mismo sentarse en una sala de conciertos y disfrutar el ambiente sinfónico -hasta los olores son diferentes- que oír la sinfonía en una grabadora, oculto en el último cuarto de la casa porque a nadie le gusta, es música de viejos.
Otro elemento es tener una actitud positiva hacia la creación, es decir, no tener prejuicios -juicios previos. Ello está indisolublemente ligado a los estados de ánimo; no se puede apreciar lo hermoso si vamos pensando que no lo habrá, o estamos disgustados con el artista, o con la vecina, o tenemos hambre y sueño. Lo bello y lo feo existen independientemente de nosotros. Pero solo en nosotros -y para nosotros- es que se hacen experiencias tangibles.
Lo feo no solo es feo.
Aceptar lo feo hasta el punto de hacerlo indistinguible de lo bello, y llegar, nosotros mismos, a hacer lo feo cuando se podría hacer lo bonito, es un proceso que empieza en lo percibido, usando día y noche esos lentes color ámbar: todo sin matices, un da lo mismo que lastra la capacidad humana de sentir y, sobre todo, de juzgar lo diferente. En lo feo casi siempre falta o sobra algo, pero no se le nota; con gafas oscuras, tapones en los oídos, guantes y manta sobre la piel, un bozal y un narigón, tirando del olfato, no se puede ver, ni oír, ni tocar, probar u oler lo deficitario o lo excesivo.
El estado de ánimo es muy importante. Hay como una relación proporcional entre lo percibido y el humor; y este último influye, de manera circular, en cómo se observa el mundo. Las personas tristes, desesperanzadas, sin una meta o un sentido para vivir, cierran los canales al exterior como si tuvieran lentes oscuros, taponados los oídos, mantas sobre el cuerpo y el narigón, el de sus pensamientos depresivos, tirándolos sin piedad hacia el abismo.
En el estado de ánimo influyen muchas cosas. Pero hay dos o tres elementales, las que tienen que ver con necesidades vitales: comer, dormir, recrearse, amar y ser amados. Es cierto que algunos poetas, pintores y músicos hacen sus obras maestras bajo deplorables estados de ánimo, sin comer, sin dormir por días, retirados del mundo después de sufrir un desengaño amoroso. Son geniales. Lo absurdo es que para apreciar la belleza de sus obras los demás, la gente del montón tenga que dejar de comer, de dormir, o pelearse con el mundo; no hay una belleza del hambriento, una estética del insomne o una hermosura del disgusto y la guerra.
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Con gafas oscuras en los ojos y en los sentimientos resulta casi imposible tener buenas ideas. Y así regresamos al principio: la belleza, sentirla y hacerla, demanda la apertura de los ojos, del corazón y sobre todo, del pensamiento. Un pensamiento abierto, sostenido por la percepción y el gozo espiritual que produce lo bello, refuerza el sentido positivo de las ideas. José Martí, en esa pequeña joya que son las cartas a María Mantilla, escribe: “quien siente su belleza, la belleza interior, no busca afuera belleza prestada: se sabe hermosa, y la belleza echa luz. Procurará mostrarse alegre, y agradable a los ojos, porque es deber humano causar placer en vez de pena, y quien conoce la belleza la respeta y cuida en los demás y en sí”.
Una profesora amiga me decía hace algunos años que bonito, bueno y barato no existe. Lo bello lo es porque encierra en sí algo bueno, útil, material o espiritual, y debe ser también verdadero. Al mismo tiempo, por ser bello y verdadero, su precio es elevado.
Vivimos, no obstante, una especie de apología a lo feo que pudiera entenderse también como una convivencia con lo falso, lo deficiente y lo mezquino. La verdad debe ser una sola, y por tanto, no ser medias o depender de las circunstancias para expresarse, pues entonces sería una mentira.
En el relativismo posmoderno que vivimos, las verdades absolutas ya no existen, y en consecuencia, todas las cosas tienen el mismo peso moral. Lo deficiente está hecho para consumir: usar y botar; no importa si a consciencia se sabe que no durará más de cinco años. Y vivimos en un abaratamiento de todas las esferas de la vida que nos lleva, casi siempre, a escoger lo material sobre lo espiritual. Se prefiere el valor de uso o de cambio sobre un valor del alma: más aconsejable posponer un hijo a un viaje a Europa, tolerar un soborno, o callar una injusticia, antes que denunciarla y perder el empleo.
Para verte mejor.
Pero cuando lo feo, lo marginal y la circunstancia se instalan en la vida diaria de las personas, desplazando la belleza, lo aceptable y lo trascendente, no tardan en aparecer la mentira, lo instintivo y la falta de amor, ajeno este último sentimiento a todo desmedro; él mismo, el amor, luz que acicala desde adentro.
Podríamos añadir que una persona fea como ser humano, una sociedad marginal y desproporcionada, han perdido el equilibrio entre lo sencillo y lo superfluo. Pero sobre todo ha perdido su libertad. La libertad es un estado de suprema responsabilidad que solo puede darse en presencia del equilibrio entre lo simple y el aderezo.
Las personas y las sociedades feas, sobre todo de espíritu, son prisioneras de la desproporción. Al estar atrapadas en la grosería, se tornan mentirosos e incapaces de bondad. Resultan ellos rehenes de un circuito donde sus libertades básicas son conculcadas porque la grosería, debemos subrayarlo, no solo se limita a malas palabras, a inadecuadas formas de vestir según la ocasión, a la descompostura en las maneras de divertirse. La grosería es una forma de sentir y de pensar, y de hacer. Cuando la marginalidad llega al tuétano social se dañan las familias, hijos y padres, que no se respetan; se lacera el centro de trabajo- si se trabaja, porque esta esfera es una de las más afectadas por la desproporción- y el trabajo, que dignifica a la persona, diferenciarla del resto de los seres vivos, padece una negligencia y una falta de responsabilidad que produce, a su vez, más cosas feas y hasta peligrosas para la vida de las personas.
Pero no quisiera terminar este trabajo sin una nota de esperanza. No porque sea mi intención o la intención premeditada del editor. Una nota de esperanza porque es la Verdad: no existió, no existe y no existirá una sola persona, familia, grupo social o país que haya podido sobrevivir a lo feo, a la mentira y a la ausencia de misericordia. No hay ni habrá lugar en el futuro para lo marginal, porque lo marginal se desintegra, se desinfla como mismo surge, de un empañamiento de los sentidos, de los sentimientos y de las ideas. Lo feo es como una nube que, siendo pasajera y dañina, no puede evitar su fugacidad. Como los espejuelos oscuros son solo aditamentos, la tendencia humana es a retirarlos cuando se desea ver y hacer cosas claras.
No, lo feo no triunfará más que por momentos, pues el proyecto Ser Humano tiene una hechura cuya subsistencia, más allá de todo accidente, se basa en que no hallan excesos ni deficiencias. El Zen usa una imagen para esa percepción superior del Mundo: ser como un cristal que deja pasar la luz y no como una espejo, que la refleja. Solo así podría el hombre hallar un estado de óptima realización natural. Un estado donde al sobrar todo suplemento artificial se va instalando la Verdad y el Bien, y como consecuencia, la Libertad.
Publicado en la revista Amanecer, de la diócesis de Santa Clara, 2000.
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