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Poder y Deber: la persona (II)

  • Foto del escritor: Francisco Almagro
    Francisco Almagro
  • 31 oct 2022
  • 4 Min. de lectura

Por Francisco Almagro Dominguez


Todo parece indicar que los hombres necesitamos figuras extraordinarias para imitar ciertos poderes más allá de lo natural. A través de la historia de la Humanidad, hemos creado personas con “super-poderes”, humanos semi-dioses capaces de retar la gravedad, la muerte, las limitaciones del espacio y del tiempo. Superman no fue el primero. Antes fueron el Gilgamesh, en la mitología mesopotámica, y en la Grecia antigua, Ulises o Perseo.

Como explicábamos en un artículo anterior, el poder posee una atracción especial –y a veces fatal- para el ser humano. Es la posibilidad de hacer y deshacer sin recibir consecuencias por las decisiones y los actos. Es como un cheque en blanco dado a nuestros deseos y más escondidos caprichos.

El primer poder experimentado por el ser humano es sobre su propio cuerpo. El niño descubre que puede obtener alimento de la madre si llora lo suficiente. También atención y caricias con lo que se conoce como sonrisa social. A medida que crece, comienza a descubrir el caminar –independencia- jugar –soñar despierto- comer –mejor sabor del chocolate que la sopa- y una sensación de placer sin necesidad de otros al descubrir sus genitales. La maduración física camina al lado del poder sobre el cuerpo.

El segundo poder es mental. El niño crece y aprende a controlar esas las necesidades primarias de comer, jugar, dormir. Puede posponer algunas gratificaciones inmediatas –si no toma sopa no hay chocolates. En la adolescencia el poder del cuerpo y la mente entran en contradicción con una sociedad que lo considera “semi-niño” y “semi-hombre”. Muchos conflictos de los jóvenes consisten ese incompleto control sobre ellos mismos.

La persona humana con necesidades vitales de imprescindible cumplimiento como alimentarse, dormir, tener sexo, trabajar o estudiar y recrearse no puede evadirlas todas. Pero si puede ser infeliz disfrutándolas a medias, o incluso soslayando alguna de ellas. La mayoría de los conflictos entrampan a las personas en un proceso que va del poder satisfacer una necesidad vital al deber realizarla.

Usemos una analogía para comprenderlo mejor. Tomaremos un tren que nos llevará a la última estación llamada Acción.


Foto: (Unsplash) Brian Suman


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La primera parada es un andén llamado Puedo. Aquí nos detenemos a valorar las posibilidades reales de hacer algo. A veces ni siquiera conocemos poseer ciertos “super-poderes ocultos”. No los hemos descubierto. O los hemos olvidado, como Superman.

La segunda estación es Tengo. Curiosamente, las personas saben el por qué pero desconocen el “para qué”. Tendríamos que dormir o comer porque moriríamos por agotamiento o emaciación. Sin embargo, no hay juicio crítico ni disfrute detrás del tener que hacer. Es el tengo, sin más. No hay motivación emocional para el disfrute. Y es un problema vivir así porque “tengo que hacerlo” lleva a la rutina, a la “consigna’, como le dice el Farolero al Principito mientras apaga y enciende las luces sin emoción:

No hay nada que entender. La consigna es la consigna”.

La próxima estación es Debo. Aquí se complica el viaje. La respuesta ya no es si hay con qué o para qué, sino por qué. El viajero debe contestar complejidades bien simples: cuál es la finalidad del viaje. Sin un objetivo claro el viaje carece de sentido. No es preciso seguir. Es muy común que una buena cantidad de viajeros se bajen en esta estación.

Descenderán del tren si su juicio maduro les dice que el deseo o la necesidad contradicen sus valores éticos. O se quedarán porque saben lo que quieren, tienen la aprobación de su conciencia.

También se quedaran quienes no tienen una gota de madurez o juicio crítico. Como “debo” es un imperativo moral, estará desaparecido en los trastornos de la personalidad para los cuales el cuestionamiento ético es prescindible, no necesario, roza la bestialidad.

Albert Camus lo resumía con esta frase:

Un hombre sin ética es una bestia salvaje soltada a este mundo”.

Esta manera de ver los conflictos individuales descubre la “estación” en la cual nos detenemos. Y de qué manera podríamos echar a andar de nuevo. Pudiéramos preguntar, por ejemplo, por qué la pareja no disfruta del sexo si hombre y mujer tienen aptitudes físicas para hacerlo. Inclusive, opinan que es necesario; tienen necesidad biológica de intimidad. Pero llegado el acto, no pueden consumarlo pues “alguna razón” ajena a ellos mismos –una pelea, la diferencia con los suegros, preocupaciones laborales- lo impide. El “debo” ha sido puesto fuera del “poder” de la pareja. El tren ha hecho el camino inverso: del deber al “no-poder”.

Véase aquí el conflicto y la no solución. Esperar que otros, el maquinista, el psicólogo, la suegra resuelvan en que estación bajarse, o seguir viajando sin propósito hasta que el tiempo, el que nunca llega, los separe.

Aprender que el mismo tren no pasara dos veces por la misma estación es una buena norma para saber cuándo bajarse. Incluso en cual detenerse. Los juicios morales son valladares contra el poder desmedido o mal entendido.

Y hablando de trenes perdidos, el gran poeta Chesterton nos dejó esta curiosa frase:

El único modo de estar seguro de coger un tren es perder el anterior


 
 
 

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