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Publicado en Palabra Nueva, revista de la archidiócesis de La Habana hace 20 años. Hoy un homenaje a los maestros que continúan su labor desde todas las casas de este mundo.
Una frase para el debate.
La frase de José de la Luz y Caballero de que la educación debe estar reservada a quienes sean evangelios vivos aparece últimamente con frecuencia en los medios cubanos de comunicación social. La intención parece ser la de subrayar el valor moral y liberador de un buen educador. Sin embargo, en un medio como el nuestro, con un desconocimiento casi generalizado del referente bíblico, y de la persona que trajo al Mundo la Buena Nueva, Jesucristo, para una buena parte de los destinatarios, sean alumnos, maestros o padres cubanos, ser un evangelio vivo cual condición indispensable para educar podría no trasmitir toda la carga filosófica y humanista que encierra.
No se necesitaría ser cristiano devoto o cultivado universitario para comprender lo que quiso decir uno de los pedagogos cubanos —y, también, filosofo— más grandes del Siglo XIX; bastaría, acaso, conocer un poco la vida y la obra del autor de la sentencia, el maestro José de la Luz, y penetrar, no necesariamente con los ojos de la fe, sino con los del juicio y la curiosidad, el libro más veces impreso y leído en la historia de la Humanidad.
De aquí que muchas veces nos preguntemos, en un elemental ejercicio de la razón, si las sentencias de esos grandes predecesores de la cultura y la educación cubanas llegan a la profundidad de los corazones y las mentes de nuestros dìas. Existiría como un primer nivel de comprensión al desmenuzar una frase como esa: el maestro debe ser un ejemplo de virtudes. Es un nivel lógico o frío del conocimiento. Porque, inmediatamente, deberían surgir otras preguntas: ¿De qué virtudes se trata? ¿Qué es ser un evangelio? ¿Qué significa vivo?
Para alcanzar un segundo escalón de juicios, dar respuestas coherentes en el saber ascendente, se necesitaría la integración con otros saberes, e incluso de la cooperación emocional del sujeto: el paradigma que José de la Luz puso, bien alto por cierto, es el de Jesús y su Palabra. Si no sabemos quién fue Jesús, lo que dijo o hizo, en nosotros no se moverá sentimiento alguno, y la frase de Don Pepe sería hoy para muchos como simple campana que retiñe, al decir de San Pablo. Resulta, pues, virtualmente imposible, comprender en toda su profundidad y disimilitud una cosa, aún en el terreno de lo más técnico, si se tienen huecos culturales o afectivos-cognoscitivos como los citados en líneas anteriores.
Contrapuntos imaginarios.
Durante una buena parte de la modernidad, la razón trató de contraponerse a la fe. Ello era explicable desde una óptica pendular: el Medioevo había opuesto la fe a la razón. Si el Santo Oficio quemó libros y personas, la Diosa Razón quemaría crucifijos y guillotinaría sacerdotes, que eran personas también. Pero apenas transcurridos unos cien años de la proclamación de los Derechos del Hombre, sin dudas un evento crucial en la historia humana, la razón empezó a cegarse por falta de Luz: el Sol no se puede tapar con una idea.
Deberían ser los maestros quienes primero comprendieran que la fe y la razón son complementarias y no siempre contradictorias. No me refiero a la fe como culto religioso, sino en su acepción más aséptica: FIDES (lat.): confianza, creer en algo sin pruebas suficientes. Tenemos muy interiorizada la noción de que toda vía hacia el conocimiento es estrictamente lógica, a través de la razón, y eso no es del todo razonable.
En una ciencia tan exacta y racional como la matemática se puede llegar a un punto en que para ver haya necesidad de creer. Al niño le decimos que 2 más 2 son 4, y se lo demostramos sumando palitos o flores. El niño confía, primero, en que lo que el maestro le dice, y después él mismo, en el proceso de aprendizaje, comprueba que 2 palitos más otros 2 dan 4; ha llegado a la verdad, es decir, a la relación entre lo que se le dice y la realidad. Pero en Secundaria Básica otro maestro dirá que hay números negativos, y entonces -2 más 2 es cero. El joven debe intuir un nuevo mundo, y sin desechar la verdad de los palitos y las florcitas sumadas, creer y crear un universo de nuevas convenciones aritméticas en el cuál las cosas no son tan simples como sumar, restar o multiplicar palitos y flores. ¿Cómo lo hace? No es sólo su razón —en su raíz semántica quiere decir cálculo— o la del maestro quienes lo guían. Es también la fe, la confianza en ese maestro y la seguridad en sí mismo que este último también es capaz de enseñar.
En otra ciencia inexacta como la historia, que depende más de quienes la escriban y menos de quienes la enseñan, la confianza en el maestro y su apego a ciertas verdades es esencial. Los libros de historia tienden a hacer de los héroes figuras impolutas, especie de santos que de tanta pulcritud existencial deberían reposar en los altares.
Es el maestro que está cara a cara con el alumno quién puede enseñar a amar a esos héroes con sus defectos y sus virtudes; hacerlos seres de carne y hueso y, por tanto, imitables, cercanos. En pocas asignaturas como la historia, la lógica a veces resulta contraproducente, y las explicaciones científicas simplifican los hechos hasta hacerlos ridículos, risibles. No quiere decir que el devenir histórico carezca de un continuo explicativo, y puedan descubrirse ciertas causas que, como un sistema, se trastocan en consecuencias. Pero la cantidad de accidentes y azares son tantos y tan diferentes que no todo en la historia humana es explicable por la lucha de clases, la base económica en contradicción con la superestructura o la explotación del hombre por el hombre.
Quienes así enseñan la historia, probablemente desconocen u omiten la máxima de que no hay santos sin pasado, ni pecadores sin futuro. San Francisco fue un hombre rico y después comería sobras y andaría descalzo; San Ignacio un oficial desalmado convertido en ordenador de almas; San Agustín, lo que llamaríamos hoy un mala cabeza, tras su conversión fue uno de los pilares de la Iglesia y de toda la filosofía occidental; San Pablo es quizás el ejemplo de los ejemplos: perseguidor de cristianos, presente en la lapidación del primer mártir, la fe cristiana le debe hoy una buena parte de su difusión y cuerpo doctrinal.
¿Qué razón cambió radicalmente a estos hombres y otros muchos? En todos, la conciencia los llevó al punto dónde pudieron calcular lo que estaba bien y lo que no lo estaba. Pero, ¿y de ahí hacia adelante? ¿Cómo se convirtieron en otras personas? Tenemos, por fortuna, sus testimonios: ninguno habla de ciencia, de razones filosóficas o jurídicas para hacer un nuevo camino. Esas son clarificaciones que vinieron antes o después del cambio, jamás en el punto de no retorno. Pero todos, casi sin excepción, dicen haber alcanzado la fe en Algo más allá de lo tangible; un impulso definitivo para cambiar sus vidas y así, las de muchos otros.
Educación: razón y fe.
Por supuesto, la educación desde la fe y sin razón, forma un hombre dependiente, sumiso, incapaz de cuestionarse lo más elemental. Una fe que no duda es una fue muerta, dijo Don Miguel de Unamuno.
La historia de la Ciencia es un buen ejemplo de cómo cuestionarse constantemente las verdades científicas, dudar para progresar, ha sido condición básica en los avances humanos de los últimos siglos. Esto es válido para cualquier rama del saber, desde las matemáticas hasta la filosofía. No podremos decir que Pitágoras erró en sus famosos teoremas, pero sí podríamos decir, más de dos milenios después, que hay otras aproximaciones a la geometría. No podríamos decir que Carlos Marx equivocó toda su teoría sobre las relaciones mercantiles y de producción en el capitalismo, pero a más de 150 años de sus primeros trabajos, aún el socialismo eficiente es una utopía necesitada de cuestionamientos profundos.
La razón humana es el instrumento que nos permite interpretar la realidad, desechar lo superfluo, penetrar, según Descartes, la esencia oculta de las cosas. Pero una vez agotados los recursos, aparentemente vencidos todos los caminos para encontrar la Verdad, se nos ha dotado como de un segundo impulso que no reconoce barreras temporales ni espaciales: la fe.
Esa cualidad de creer más allá de las evidencias, a veces aplastantes, no se explica por razones prácticas ni teóricas: escapa a toda disquisición psicológica o filosófica conocida, aunque el psicoanálisis pretenda verla como una lucha entre los instintos del Eros y el Tànatos, y otras filosofías materialistas desde convicciones patrióticas e ideológicas que terminan siendo, al final, muestras elocuentes y llanas de fe. ¿Cómo puede explicarse que un ser humano, único ser viviente con conciencia plena de muerte, entregue la vida por un ideal? Eso, en buena lid, no es ni racional ni práctico. Sin embargo, sí está en su naturaleza humana hacer ese sacrificio máximo. Y seguir adelante contra todo percance, como el anciano pescador Santiago, el personaje de Hemingway en El Viejo y el Mar, y cuya frase de que un hombre puede ser vencido pero jamás derrotado bastaría para inmortalizar a Papa más como filosofo que como escritor.
Pero si por fe en educación entendemos sumisión, autoridad sin límites del maestro, la razón humana se atrofia por no uso. No merece la pena estudiar, investigar, preguntar, si la verdad ha sido ya revelada, y todo de cuanto podamos dudar puede considerarse herético, revisionista. La fe educativa, o fe filosófica, según el agudo Jaspers, sólo puede ser tal cuando habita en libertad. La fe puede ser una vía de conocimiento cuando alcanza su verdadera acepción profana: ir más allá de lo visible, de lo inmediato y lo circunstancial.
Si por razón en educación entendemos una ilimitada capacidad explicativa, dónde todos los fenómenos son comprensibles mediante ecuaciones y leyes, la calidad humana de trascender la propia experiencia se atrofia por desuso. No merecería la pena especular, decir locuras, si no podemos demostrar científicamente cómo alcanzar esos sueños. Entonces la humildad del saber, que es no sabérselo todo, piedra angular de los antiguos pedagogos griegos, debería desaparecer. Y también olvidar los ruidos, por poco científicos, que provocaron en su época las invenciones calenturientas de Da Vinci, Wells y Verne.
Elogio del Maestro.
Quizás el primer maestro que conocí en mi vida fue mi propio abuelo, que vivía en un lugar muy cerca de La Habana. Mi memoria se pierde en el aula de su casa, para mi enorme entonces, donde día y noche entraban y salían alumnos. Ya no enseñaba en la escuela de la calle, y todavía se permitían clases particulares. Pocos habitantes de la zona no habían sido sus discípulos, fuera en la escuela del gobierno o en su casa. Como hombre de su tiempo, era a la vez meteorólogo aficionado, escritor de radio, inventor de sazonadores y, por supuesto, cronista oral del pueblo. No había paseo, por corto que fuera, que dejara el maestro en casa. Cada letrero mal puesto, cada nombre de una calle, cada frase mal dicha, desencadenaba una conferencia en medio de la vía pública, y de la cual un niño de apenas 3 ò 4 años no podía comprender más que el inmenso amor desprendida de ella.
Mi madre me cuenta que su prestigio como hombre renacentista era de tal magnitud que en cierta ocasión se aproximaba una tormenta tropical a La Habana, y por primera vez coincidían en la probable trayectoria el Instituto de Meteorología recién inaugurado y el antológico Observatorio de Belén, en pugna técnica casi siempre. Sin embargo, los campesinos del pueblo fueron a ver al abuelo para preguntarle su opinión y este les dijo que no se guiaran por ninguna de las dos instituciones; ese ciclón no iba a pasar por La Habana. Mi madre continúa el relato: recé toda la noche para que no pasara ese ciclón porque los guajiros no habían puesto a resguardo sus reses ni protegido sus cosechas debido a la confianza que le tenían a Papà.
El ciclón no pasó siquiera por la Provincia e hizo un día maravilloso. No sé que hubiera sucedido si ese ciclón, como pronosticaron todos, atraviesa La Habana, ha dicho mi madre, pero eso demuestra la confianza y la seguridad que un buen maestro puede darle a los demás en cualquier terreno de la vida.
Otra historia tiene que ver con la capacidad de ciertos maestros para enseñar creativamente. Hay dos asignaturas que probablemente todos los estudiantes de medicina recuerden como durísimas: la bioquímica y la neurofisiología. La primera necesita memorizar fórmulas, estructuras y procesos químicos laberínticos. La segunda, debido a la misma complejidad del Sistema Nervioso, necesita integrar conocimientos de muchos otros sistemas y órganos humanos.
Esta profesora, de la cuál desearía reservar su nombre, empezaba sus clases padeciendo alguna parálisis, una ceguera, un dolor, una pérdida de la conciencia. Al principio los alumnos se asustaban: profe, ¿se siente bien?... profe, ¿qué le pasó en la mano? Entonces, cuando había levantado suficiente curiosidad, recuperaba su salud y ponía en el pizarrón el título de la clase. De atrás pa`lante, la profesora explicaba dónde se ubicaba la lesión y cómo podía haberse producido. Lo primero era el impacto emocional de verla enferma; después, pasada la angustia, el razonamiento y el aprendizaje confiado del por qué y el cómo. Quizás algunos estudiantes olvidaron en los exámenes el nombre de un nervio periférico; la exacta ubicación de una estructura cerebral. Lo difícil de olvidar fue el diagnóstico certero de una lesión y la manera en que esta sucedía.
Quienes trabajamos con personas, y de alguna manera debemos meternos en sus mundos, con el tiempo y el oficio llegamos a descubrir a los maestros. Adquieren, los verdaderos formadores, una forma peculiar de hablar, de comunicar sus ideas, de vivir sus vidas y la de los otros; como si no pudieran despegar el existir propio de la profesión de vivir para los demás. Ellos, trasmisores de razones que pasan por la confianza y la libertad, son, según palabras de Pilar Gabasa, quienes nos enseñan a vivir con su testimonio. Y todo porque, como bien continúa la autora en un artículo recién publicado por la revista pedagógica pinareña Mayeutha: la educación es una acción ética.
Puede que en ese Horizonte llamado Educación donde se tocan Fe y Conocimiento, gravite para la Eternidad la genial frase de Don Pepe.
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