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Por Francisco Almagro Domínguez.
Imaginemos, no cuesta mucho trabajo, que hemos retrocedido al Siglo XIX y estamos en una plantación azucarera. Según nos cuenta Manuel Moreno Frajinals en esa joya llamada El Ingenio, complejo económico social cubano del azúcar (Editorial Critica, S.L, Barcelona 2001), el ingenio era todo un sistema socioeconómico. Convivían allí esclavos de distintos oficios: unos dedicados al corte y las labores del ingenio. Otros trabajaban en la Casa-Hacienda.
Relata ese hombre erudito, ocurrente y simpático que fue Moreno, de la diferenciación de esclavos según labores y posición respecto al señor. A medida que los negros estaban más cerca de los amos, sus privilegios eran mayores en comparación al resto. Otro nivel de vida era la del mayoral y sus ayudantes, los especialistas de azúcar y del trapiche, los encargados del ganado vacuno y equino, dentro de los límites de la propiedad.
Un esclavo bueno, como una bestia, era caro. Por eso su alimentación, salud y cierta instrucción básica para que aprendiera las voces de mando en castellano se llevaban una parte considerable del presupuesto. La firma de los mejores médicos de la Isla está asentada en los libros de los ingenios; los dueños no podían darse el lujo de perderles o de que quedaran lisiados. La alimentación de un esclavo era asunto serio: varias libras de carnes o pescado salado al día, viandas y frutas.
Imaginemos, como sucedió entonces, que los esclavos maltratados comienzan a boicotear la producción, a romper y esconder los instrumentos, y cuando no pueden más, escapan monte adentro, se apalencan. Detrás dejan hijos y mujeres, pues no deben arriesgarlos por la crueldad y sagacidad de los rancheadores, y porque la vida en el palenque, lo cuenta el cimarrón Esteban Montejo en la novela testimonio escrita por Miguel Barnet, es muy dura. Aun así, los palenques fueron comunidades muy productivas, quizás el más famoso por su resistencia y cantidad de cimarrones fue el brasileño Palenque de los Palmares.
Imaginemos, no es mucho pedir, que, entre el cimarronaje, la huelga de brazos caídos e instrumentos rotos, la Hacienda va a la quiebra. Lo primero que hará el amo será reducir las cuotas de alimentación. El mayoral tendrá la orden de aplacar el disenso a fuerza de cepo y bichoebuey.
El descontento seguirá, porque la producción continuará cayendo, y los esclavos desafiaran a los rancheadores y sus perros, estos últimos también mal alimentados. Los cautivos de la plantación oyen rumores que vienen del Palenque. Es duro allí, dicen, pero esto no es vida. En sus mentes el monte es el Paraíso. Necesitan soñar en las noches en el barracón con los cuentos de un Juan Candela, pues como dice un personaje de Onelio Jorge, eso es lo único que nadie les puede quitar.
Un día, para más desgracia, la Plantación es atacada por una plaga. Puede ser Fiebre Amarilla, Colera, Paludismo. Y como todavía nuestro gran Carlos Juan Finlay no ha tenido suerte en demostrar que un pequeño vector es el asesino por encargo, comienzan a morir y a enfermar los que producen el azúcar que en el mundo endulza el café y el té.
Y en todo este desastre perfecto, alguien aconseja al amo cambiar las reglas del juego. Si hasta ese instante la Hacienda perseguía y castigaba a los cimarrones, ahora serán bienvenidos pues son los únicos que producen. Los esclavos huidos podrán traer a sus familias calabazas, cerdos salvajes, gallinas y aves del monte, hierbas curativas. La única condición será que, de nuevo, sea el mayoral quien corte el bacalao.
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Imaginemos, no será difícil, que en una reunión en el Palenque unos cimarrones protestan. Eso es un chantaje, dicen. Los amos quieren aprovecharse de lo logrado en libertad por los perseguidos, los ninguneados. Y otros cimarrones dirán que no van a permitir que sus familiares mueran de hambre y enfermedad: hay que bajar la cabeza y regresar a la Hacienda porque la vida de los suyos esta primero que cualquier resentimiento. De esa manera, el Palenque que sobrevivió al frío, el embate de los rancheadores, y a las estaciones de lluvias y de seca, queda infelizmente dividido.
Para recibir a los esclavos dominados por los sentimientos el amo enterró rápidamente a los muertos. Los enfermos fueron confinados a un barracón lejano. El mayoral recibirá con una mano los regalos del Palenque, y los distribuirá como desee; con la otra mano enseña el látigo, y lo hace sonar a cada rato, como pidiendo cuero nuevo.
En la Hacienda también habrá quien ha perdido toda esperanza. Su única fantasía es poder escapar, y como esos cimarrones, un día traer comida y medicina silvestre a sus familias. Lo que no saben los esclavos soñadores de la Hacienda es el precio que pagan quienes los ayudan: en la dureza del monte no hay mayoral que los alimente ni medico gratis que los cure. Todo depende de ellos mismos.
Lo que tampoco sabe el amo, y menosprecia el mayoral con el estómago lleno, es que un día cualquiera, sin que nadie lo sepa con certeza, no podrán controlar el hambre de espíritu y la libertad de los cautivos. Se preguntarán ambos, expulsados al camino o antes de ser colgados en una guásima, por que los esclavos han sido tan ingratos con ellos si les han dado dos libras de arroz adicionales, una libra de pollo y media de embutido.
Imaginemos, sin ningún esfuerzo, donde podría suceder esa historia en el Siglo XXI.
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